El resentimiento volvió a ser negocio
Usurpaciones de campos y de casas, destrucción y profanaciones en el sur por organizaciones terroristas disfrazadas de aborígenes, quema de la bandera nacional, amenazas de todo tipo contra la propiedad, incendios, liberaciones de presos peligrosos… El resentimiento volvió a ser negocio y de los mejores. No tanto un negocio para quienes son envueltos por esa tóxica emoción; casi nunca lo es para ellos. Lo es, en cambio, para sus instigadores, para los que incentivan la envidia mientras lucran con ella.
Así ha sido desde el comienzo mismo de la historia. El resentimiento es un mal primigenio; está en el relato de Caín y Abel, la primera confrontación de los hombres sobre la Tierra. Si a pesar de esa "alcurnia" todavía no nos familiarizamos con él, eso ocurre porque se trata de un sentimiento demasiado vergonzante como para ser nombrado. El sociólogo Helmut Schoeck escribió que la envidia es una emoción extraña, que casi nunca se confiesa en público y que provoca tanto pudor que incluso rara vez se acusa a otro de tenerla.
El resentimiento y la envidia dejaron de resultar humillantes, pero para eso hubo que disfrazarlos de ideología, revestirlos con una armadura de combate y lanzarlos a la lucha contra quienes se prejuzga que no sufrieron, que ganaron en cualquiera de los campos en los que una persona puede sentirse afortunada en la vida, aunque sea pobre
Sin embargo algo ha cambiado. El resentimiento y la envidia dejaron de resultar humillantes, pero para eso hubo que disfrazarlos de ideología, revestirlos con una armadura de combate y lanzarlos a la lucha contra quienes se prejuzga que no sufrieron, que ganaron en cualquiera de los campos en los que una persona puede sentirse afortunada en la vida, aunque sea pobre; en suma, contra quienes –cualquiera que haya sido su suerte– no están resentidos.
Caín ya no se va con la cabeza gacha del paraíso, sino que reclama el poder y la dominación total sobre los hijos de Abel; sobre los que hicieron el esfuerzo y el sacrificio. En la novela Abel Sánchez, de Miguel de Unamuno, el personaje resentido de la obra revierte la culpa histórica y proclama que, de algún modo, Abel mató a Caín. "¿Tú crees que los afortunados, los agraciados, los favoritos no tienen culpa de ello?", pregunta retóricamente el malvado.
Ese juicio, con el que Unamuno se propuso describir el hedor de las profundidades cenagosas del resentimiento, es el mismo que las ideologías llevaron a la política, el que recitaron, frente a los pobres, los acaudalados accionistas del odio. Ricos que gozan de inmunidad conceptual, como las oligarquías corruptas que manejaron el comunismo hasta la caída del Muro de Berlín; como Fidel Castro en Cuba; como Daniel Ortega en Nicaragua; como Evo Morales en Bolivia; como en su momento el matrimonio Kirchner y sus también enriquecidos funcionarios. ¿Quién envidió la fortuna de esos gobernantes? Nuevamente, Schoeck tiene una respuesta para ese extraño fenómeno: "El único dinero que se envidia es el bien ganado", asevera el sociólogo austríaco.
¿Alguien propuso alguna vez tomar las estancias de Lázaro Báez, cuyo conjunto, según la información publicada, supera trece veces la superficie de la ciudad de Buenos Aires? El resentimiento exorciza todo mal. Nadie llamó "dictador" a Castro en estas latitudes, ni criticó a sus amigos ni a sus visitantes ilustres, a pesar de las torturas y desapariciones de un régimen que lleva sesenta años en el poder. Las mismas torturas y desapariciones que provoca el energúmeno que gobierna Venezuela. Sus defensores locales ni siquiera se preocupan por la coherencia de sus palabras respecto del triste pasado argentino que les sirvió de plataforma.
El club de los resentidos renunció a la coherencia hace mucho tiempo, desde que sabe que no la necesita. Y no la necesitará mientras quienes creen en el esfuerzo personal mantengan su sentimiento culposo; mientras se sientan obligados a explicar a cada paso que no son de derecha –una categoría que, por otro lado, nadie puede definir–; mientras no se atrevan a proclamar, como el niño en el cuento de Andersen, que el rey está desnudo. Si lo hicieran, advertirían, tal como la multitud de aquella sabia historia infantil del escritor danés, que la verdad desnuda es popular, que desde que se atrevan a pronunciarla dejarán de sentir temor y de esgrimir defensas innecesarias que solo los debilitan y los muestra avergonzados de lo que son.
Ese injustificado sentimiento culposo es el que envalentona a las organizaciones armadas que, con la máscara mapuche, usurpan propiedades, las incendian, atacan a sus dueños, queman vehículos, desconocen la soberanía nacional y queman la bandera argentina. Hasta el propio obispado de San Isidro pidió la postergación del desalojo de un predio suyo ocupado por una de esas agrupaciones indigenistas, a pesar de que ya había sido decretado por el juez. Le pagaron profanando una iglesia, como ya lo habían hecho con muchas otras, a las que incluso incendiaron. Ese tiempo "de gracia" les sirvió para fortificarse, colocar barreras con dientes de hierro en punta en las entradas, formar trincheras con troncos de árboles centenarios que talaron y ocupar también el lote contiguo.
No es verdad que el resentimiento proceda de la pobreza. Los líderes del resentimiento no cuidan a los pobres; solo los utilizan y los dejan a merced de la delincuencia organizada. "¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?", pregunta Caín a Dios. Si quisieran a los pobres, los cuidarían, comenzando por encarcelar a quienes los agreden físicamente, sexualmente, impunemente, porque saben que, con el regreso del resentimiento al poder, ha vuelto el cinismo en la aplicación de la ley, que aquí actúa bajo el nombre generoso de "garantismo".
Ernesto Laclau, el apuntador ideológico de los Kirchner, publicó su estrategia: "El populismo supone la división del escenario social en dos campos", escribió en su libro La razón populista; y así se lo aconsejó desde Londres. No era un consejo para la contención de los humildes ni para la integración social. Era una instrucción para la discordia. Todavía hoy, ya fallecido el opulento filósofo popular, estamos sufriendo las consecuencias de su prosa envenenada. Desde entonces, se vivió en la Argentina un fenómeno único, diferente a todo, excepto, tal vez, a la breve presidencia de Héctor Cámpora.
Está claro que durante el gobierno de Juan Domingo Perón hubo etapas de hondo resentimiento, pero difícilmente podría sostenerse que él mismo fuera un resentido o que no quisiera a su país. Todos los gobernantes elegidos a lo largo de la historia, peronistas o no peronistas, hicieron algo en favor de la Argentina, más allá de alternar sus proyectos políticos con la satisfacción de ambiciones personales y, a veces, incluso, con actos de suma gravedad. Pero los gobiernos kirchneristas representaron, en cambio, el resentimiento y el egoísmo en estado puro, con administraciones que no pueden contabilizar una sola política pensada en beneficio de la nación. Con ellos llegó también la expoliación, una forma de corrupción que la Argentina no había conocido y que no apunta ya únicamente al clásico soborno, sino al apoderamiento de sectores enteros de los negocios y de la propiedad inmobiliaria.
Hace poco tiempo, se televisó un video que mostraba a Juan Grabois reconociendo que, cuando promovía desmanes en algún lugar, lo hacía por plata. Cometió el error de confesarlo; pero la difusión de su reconocimiento no debería preocuparle. Ya lo sabíamos. Es lo que casi todos hacen desde entonces.