El “reino” de Formosa debe terminar
La Corte Suprema dictó una perfecta medida cautelar en los casos de San Juan y Tucumán, para resguardar el principio republicano de no reelegibilidad indefinida, siguiendo su jurisprudencia de los casos de Río Negro, La Rioja y Santiago del Estero. Nuestra Constitución establece la forma representativa republicana y federal y dice que cada provincia dicta su propia constitución, pero debe ser bajo el sistema representativo republicano, de acuerdo con los principios, las declaraciones y garantías de la propia Constitución nacional. Uno de esos principios es la reelección limitada.
Solo si lo hace así y respeta la independencia de su Poder Judicial, permite la existencia de municipalidades y brinda educación primaria, el gobierno federal debe garantizar a cada provincia el goce y ejercicio de sus instituciones. Pero si una provincia no lo hace así, el gobierno federal debe intervenir para lograr que rijan los derechos, las declaraciones y garantías de la Constitución nacional. Eso es así porque aunque a veces se olvida, todas las constituciones son para proteger a la gente, a nosotros, a los habitantes.
Si por el motivo que fuere, quienes tienen el poder no son republicanos, no obedecen las sentencias judiciales, no brindan educación primaria o se eternizan violando su constitución o peor, usando su poder para dictar una constitución que viola a la nacional, el gobierno federal debe actuar, debe intervenir. ¿Cómo? El Poder Legislativo podrá hacerlo dictando una ley de intervención federal, el Ejecutivo lo hará ejecutando esa ley o el Judicial deberá intervenir dictando sentencia cuando así lo requiera una persona u organización con derecho a pedirlo.
En general, ya no hay mayores discusiones en estos aspectos. Pero ¿qué pasa cuando la violación al sistema representativo, republicano y federal no es cometida por una ley, o por un gobernador, o por un intendente, sino por la propia constitución provincial? Las opiniones varían, pero antes de generalizar conclusiones importadas, debemos asegurarnos de que todo su entorno normativo sea igual al nuestro. Extrapolar la jurisprudencia de la Corte norteamericana en este tema es equivocado, porque la autonomía de los estados en EE.UU. es casi soberanía, a grado tal que cada cual tiene sus propias leyes de fondo. Cuando la Constitución nacional condiciona el reconocimiento a la autonomía de las provincias, no hace diferencias: sea por el medio que sea, aquello que viole la Constitución nacional, justifica y, más aún, obliga a la intervención. De otra forma, el Estado federal estaría abandonando a los habitantes de esa provincia, pese a la protección que les da la Constitución nacional.
Intervenir es lo lógico: de otra forma podría darse el caso de que una mayoría política fuerte decida en alguna provincia que quieren ser un reino y modifique su constitución en ese sentido. Si no permitimos que intervenga el Estado federal, tendríamos un país republicano con provincias monárquicas. Absurdo. Parece un ejemplo exagerado e imposible, pero si analizamos algunos casos argentinos, veremos que con trucos jurídicos, idiomáticos y trampas argumentales, en los hechos ya ocurre. No me detendré en el caso de San Luis y la dinastía Saá, iniciada en 1860 y que perdura con algunas interrupciones hasta hoy.
Formosa es una provincia desde 1955 y tuvo constitución en 1957, reformada en 1991 para permitir una reelección y en 2003 ¡para permitir la reelección indefinida! Lo hizo Gildo Insfrán, que dominaba a los legisladores y a los convencionales. Logró ser vicegobernador primero y gobernador después. Pasaron 28 años y quiere ir a un nuevo mandato. Está entronizado desde hace más tiempo que cualquier rey europeo pero tiene más poder, porque allá reinan pero no gobiernan, mientras que Insfrán reina y gobierna. Este disparate republicano no puede perdurar por una omisión digna de Poncio Pilatos, que no debe enorgullecer al Poder Judicial desde 2003.
En Formosa la democracia mutó a autoritarismo, porque el inmenso poder del gobernador controla la mayoría absoluta del Legislativo y así dicta las leyes que quiere y nombra a los jueces que le obedezcan e incluso encarcela a los que no lo hacen, como hizo con el presidente del Tribunal Superior de Justicia, Carlos González, en 1999. Ni hablar del maltrato que reciben los pueblos originarios, olvidados, deseducados y hambreados. Las provincias no tienen soberanía sino autonomía y, como ha dicho la Corte Interamericana, prohibir las reelecciones indefinidas garantiza la democracia, evita que una persona se perpetúe en el poder, asegura el pluralismo político y protege los frenos y contrapesos que consolidan la separación de poderes.
Ser elegido no es un derecho autónomo: en la elección de los gobernantes predomina el derecho de los gobernados a elegirlos y no el de los candidatos a ser reelegidos. La razonabilidad de un turno reelectivo desaparece a partir de su terminación, para asegurar que una persona no se perpetúe en el poder y se impide que se degrade la democracia representativa. Como sabiamente dijo hace mucho nuestra Corte, la interpretación de la Constitución debe ser dinámica, iluminada por los principios y valores de cada época. Ya no podemos admitir gobernadores feudales que se amparen en constituciones locales hechas por y para ellos mismos, máxime cuando la lectura literal de la Constitución no lo permite. Como en tantas otras cosas, la Argentina debe entrar al siglo XXI, aplicando con sabiduría, coraje, energía y rapidez la maravillosa Constitución que hicimos hibernar hace tantas décadas.