El regreso de Elías Canetti
Tomás Eloy Martínez Para LA NACION
Pocos autores dejan una impresión de genio tan inmediata como Elías Canetti. Apenas el lector se aventura en las primeras páginas de sus libros, se siente iluminado por una sabiduría más antigua que el tiempo. Fue en su ensayo sobre la supervivencia y el poder donde por primera vez leí una reflexión clara (y extrañamente original) sobre la sensación de superioridad y de alivio que sienten los que están de pie ante alguien que ha muerto. Escrito así parece una simpleza, pero cuando Canetti lo enuncia, se advierte qué poca atención ponemos los seres humanos en el significado profundo de gestos y movimientos que se repiten todos los días. Fue también Canetti quien explicó mejor que nadie por qué, para sentirse "el centro de todo", Kafka se refugiaba en la pequeñez, en el silencio, en la liviandad. Cuando estudia los diarios y la correspondencia de Kafka, Canetti lo revela como un escritor nuevo, recién descubierto. Lo sorprendente es que lo consigue empleando muy pocas palabras.
Llevaba yo más de veinte años sin dar con sus libros en las librerías de Buenos Aires cuando, hace pocas semanas, lo vi reaparecer en ediciones importadas y caras, aunque no lujosas, lo que me parece injusto con los lectores de estas épocas de crisis. Su obra completa está ahora en Galaxia Gutenberg y en las ediciones más accesibles publicadas por DeBols!llo.
Lo primero que leí de él fue una extraordinaria colección de ensayos, La conciencia de las palabras , en la que analiza con perspicacia la influencia que sobre Hitler ejerció su arquitecto Albert Speer y la inteligencia con que el periodista Karl Kraus abrió los oídos de la Viena anterior al nazismo. La conciencia de las palabras es también un ejemplo de la generosidad con la que Canetti juzgaba a sus pares: Hermann Broch, George Büchner, Robert Musil. En el discurso de aceptación del Premio Nobel, que con toda justicia le concedieron en 1981, reconoce la deuda con todos ellos.
Antes del golpe militar de 1976, sus libros se encontraban con facilidad en las librerías de Buenos Aires gracias, sobre todo, al empeño del editor Mario Muchnik, quien publicó seis o siete de sus obras mayores. Muchnik tuvo la audacia de salir al paso de Canetti en el Grand Hotel de Estocolmo la misma tarde de la ceremonia del Nobel. Lo tomó del brazo y se quedó un rato conversando con él. Canetti no concedía entrevistas pero no podía negarse al diálogo con uno de sus editores. Muchnik publicó los detalles de esa conversación en su autobiografía de 1999. Pintor, fotógrafo, creador de enorme talento visual, incluye en su retrato una imagen inolvidable. Al abrirse la puerta del ascensor del Grand Hotel, Canetti está quitándose la gorra de invierno y dejando al descubierto una blanca melena leonina, "que arde como una llamarada de hielo".
Los candidatos al Nobel de 1981 eran Canetti, Borges y García Márquez, quien lo recibiría al año siguiente. García Márquez ha sido siempre muy discreto y ha evitado pronunciarse sobre el hecho de que Borges fuera un postergado perpetuo. Ha citado, sí, que algunos académicos de Estocolmo valoraban mucho sus poemas y desdeñaban, en cambio, sus ficciones. Según Muchnik, algo parecido dijo Canetti aquella víspera de gloria: "Yo no le daría el premio a Borges. Y no por razones políticas, que no son pocas, incluso la medalla que recibió de manos de ese tal Pinochet. No se lo concedería porque su literatura es trivial, bien escrita pero superficial como el ajedrez". Canetti era un genio y, como ha escrito Susan Sontag, "era también parcial e injusto con los pueblos sin historia". Por eso entendía tan mal a Borges, quien, como provenía de un pueblo sin historia, sentía la necesidad de crearle una.
Todo lo que a Canetti le pasó en su larga vida parece desmesurado. Oriundo de Rustschuk, un pueblo búlgaro del bajo Danubio, vivió mudándose desde los cinco años. En 1911 lo llevaron a Manchester, Inglaterra; en 1913 -tras la muerte del padre- a Viena; entre 1916 y 1920 anduvo entre Zurich y Lausanne; a fines de los años 20 se instaló en Berlín; luego regresó a Viena, se detuvo en París, y por fin en 1938, se asentó definitivamente en Londres, de donde raras veces se movió hasta su muerte en Zurich, en 1994, a los 89 años.
A diferencia de casi todos los hombres, que disponen de una sola lengua para el amor, para los recuerdos y la desdicha, Canetti tuvo por lo menos cuatro lenguas de infancia: el alemán, que sus padres le prohibieron hablar y leer hasta los siete años; el inglés de sus primeras lecturas; el ladino, "mi lengua de la cocina", como él decía, y el búlgaro de su adolescencia.
Podría haber escrito en cualquiera de esos idiomas, pero decidió hacerlo en alemán como una afirmación de su ser judío. Canetti seduce con palabras, porque el lector adivina en él, más allá de su humildad auténtica, una rara capacidad para entenderlo todo. Parece estar regresando de las culturas más remotas, de los sentimientos más primarios, de las experiencias más revolucionarias: como si fuera el sobreviviente de un lugar en el que han sucedido ya todas las cosas.
Empezó a escribir su primera novela, Auto de fe , en abril de 1927, cuando aún estudiaba química y vivía en una habitación vienesa cuyas ventanas daban al zoológico y al asilo de locos Steinhof.
La obra de su vida es el monumental ensayo Masa y poder (1960), de lectura imprescindible para quienes quieren entender el populismo, la demagogia y el desprecio que los hombres de poder sienten por las masas a las que manipulan. Cada vez que el autor se acerca a cualquier versión de la masa (el trigo, el bosque, el fuego, la lluvia), pone simultáneamente en movimiento las disciplinas más dispares. De la antropología salta con naturalidad a la historia de las religiones, de allí a la poesía y a la anatomía patológica, alcanzando en cada caso el milagro (¿cómo llamarlo de otro modo?) de transfigurar esa inmensidad en una criatura viva, pequeña, verificable, con la cual el lector puede identificarse fácilmente. La historia, abrazada por el lenguaje de Canetti, acaba siendo como la última plegaria de una tribu de sobrevivientes, la letanía de un loco que se cree invulnerable. Y que quizás es invulnerable.
Dos de los capítulos finales estudian el extraño delirio paranoico, entre místico y racial, narrado en las Memorias de un neurópata, de D. P. Schreber, ex presidente del Senado de Dresde. Esas Memorias son también la fuente principal del ensayo sobre la paranoia, que Freud publicó en 1910 y que Canetti no menciona, por razones no explicadas.
Pese a la imponencia de Masa y poder , cuyas 500 páginas nunca citan a Marx e incluyen sólo una mínima referencia a Freud (una nota casual a pie de página), el texto más revelador sobre Canetti es, sin duda, La lengua salvada (1977), primer volumen de su autobiografía, que deja en el lector la sensación de que el lenguaje ha sido agotado, vaciado de sus mejores sustancias y que ya no es posible decir nada con esas mismas palabras. Es una memoria a la que nunca se le ven las costuras. La naturalidad de los significados es tal, las frases respiran con tanta soltura, que no es fácil explicar de qué está hecho ese universo tan familiar y al mismo tiempo tan ajeno: qué entrega tan absoluta ha sido necesaria para que los sentimientos de Canetti operen un inmediato contagio.
Son inolvidables la fascinación que el narrador siente por las mejillas coloradas de una aldeana, el terrible grito de la madre en el jardín cuando el padre muere, la mansa aceptación del sexo como un tabú, y el descubrimiento, en Zurich, de que el prejuicio antijudío ya no se apartará de su vida.
Otra obra de destilación verbal, Cincuenta caracteres (1974), cuenta en dos a tres páginas historias que son la semilla de grandes novelas. Una de esas historias, "El bibliófago", es un resumen prefecto de Auto de fe, a la vez que una demostración de los límites a los que Canetti sabe llevar el lenguaje. La lengua salvada es irresistible de otra manera: se parece a esos viejos folletines cuya lectura uno querría recomenzar, impaciente, apenas se vislumbra la última página.
Cuando recibió la noticia del Premio Nobel, estaba en la casa de sus suegros bávaros, almorzando. A su esposa, Hera, se le resbaló el cucharón con el que servía la sopa y salpicó el mantel. Canetti masticaba un trozo de pan y, por el asombro, dejó caer el bocado al plato. Al advertir que la vida familiar no volvería ya nunca a ser la misma, sintió que el Nobel lo empobrecía, lo esclavizaba. Los dioses lo habían señalado con su dedo de luz, y ser un elegido lo atormentaba. Enfrentó la adversidad de la gloria recluyéndose en su casa de Londres, de la que no salió hasta que viajó a Zurich para morir.