El régimen que convirtió a Cuba en un solar de hambre y desesperación
Por absurdo que parezca, conociendo las condiciones de vida en la isla, una mayoría de la izquierda todavía elogia al gobierno cubano, o se niega a condenar la represión y la falta de libertad
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La protesta convocada este pasado día 15 contra el régimen cubano fracasó ante el masivo despliegue policial puesto en marcha por el gobierno y la campaña de intimidación y amenazas que desde días antes habían sufrido los valientes luchadores por los derechos ciudadanos que buscan ansiosamente el camino para ganar la libertad sin tener que abandonar su país. La desproporción entre uno de los sistemas represivos más sofisticados del mundo y la debilidad de una oposición sin partidos, sin líderes, sin recursos, constantemente sometida al hostigamiento de las autoridades, acabó impidiendo que se repitieran en La Habana y en otras ciudades las marchas callejeras que el pasado mes de julio sorprendieron al mundo. Detenciones indiscriminadas, presencia militar, bloqueo de avenidas y barrios, movilización de matones civiles que insultaron y acosaron a quienes pretendían protestar: esa fue la respuesta del gobierno a la reclamación de democracia, medicinas y alimentos.
Pese a todo, en algo sí tuvieron éxito los opositores: en demostrar que la represión es el único instrumento que le queda al régimen comunista, carente de todo apoyo popular, para mantenerse en el poder. Como dijo la activista Yoanni Sánchez, “el miedo ha cambiado de bando”. Ahora es el gobierno el que teme a los ciudadanos, es el gobierno el que ve en cada cubano una amenaza para la prolongación de su sistema, de sus privilegios, de un modelo político que se demostró fracasado hace ya muchas décadas y que ahora sobrevive sin razón ni sentido, por la pura inercia de un mando arbitrario, sostenido en cuatro consignas que nadie se cree, en una historia manipulada, indiferente al sufrimiento que lleva años causando a su población, un régimen que ha convertido a su país en un solar de hambre y desesperación.
Los disidentes confían en que un gobierno así, temeroso de sus propios ciudadanos, no dure mucho. Es posible. Pero ya en el pasado hubo momentos en los que parecía razonable augurar la caída del régimen sin que esta acabara produciéndose nunca. Cuba es hoy, junto a Corea del Norte, el único sistema puramente comunista que queda en el mundo, si tenemos en cuenta que China ha diseñado un sistema mixto, una dictadura gobernada por el Partido Comunista, pero con una economía capitalista que admite el grado de libertad individual mínimo para hacerla eficaz.
Las razones de la longevidad del régimen cubano son, por supuesto, múltiples: desde la torpe política de Estados Unidos a lo largo de toda la historia hasta la millonaria ayuda de la Unión Soviética, primero, y de Venezuela, después. Pero otra de las causas de que el gobierno cubano haya sido capaz de sobreponerse a todos los obstáculos es que siempre ha estado revestido de una cierta pátina de legitimidad obtenida en su origen revolucionario y reconocida hasta el día de hoy por la mayor parte de la izquierda en América Latina y Europa. Por absurdo que parezca, conociendo las condiciones de vida en Cuba y la obscena exhibición de fuerza por parte de sus autoridades, una mayoría de la izquierda todavía elogia cuando se tercia al gobierno de La Habana o, por lo menos, se niega a condenar la represión y la falta de libertad. Ninguno de los presidentes de los dos principales países de habla hispana de América Latina, la Argentina y México, ha querido expresar su solidaridad con las víctimas de la persecución política en Cuba, ni este 15 de noviembre ni en julio pasado ni nunca. Todo en nombre de una supuesta hermandad de izquierdas que no duda en abrazar causas reaccionarias y dictatoriales siempre que mantengan su etiqueta de izquierdas. En España, Manu Pineda, un político de Podemos –partido del gobierno– que es miembro del Parlamento Europeo, llamó “lacayos, lamebotas y gusanos” a los organizadores de las protestas del día 15. Enrique Santiago, líder del Partido Comunista de España –también parte del gobierno–, justificó la situación en Cuba por “el bloqueo que sufre de Estados Unidos desde hace 60 años” y consideró que era “un cinismo” exigirle democracia y alimentos para sus ciudadanos. Es el mismo PCE que apoya a la Bielorrusia de Alexander Lukashenko frente a la Unión Europea. En uno de los excesos en su reciente deslizamiento hacia la izquierda populista, el expresidente de Brasil Lula da Silva dijo que sin “el bloqueo” norteamericano “Cuba sería como Holanda”. También la izquierda más moderada ha abandonado la posición combativa por la democracia cubana que en el pasado tuvo la socialdemocracia. También la izquierda más moderada se siente más cómoda en la crítica del gobierno de Bolsonaro, que puede ser derrotado en las urnas, que del cubano, en el que jamás se ha escuchado la voluntad popular.
Cuba ha sido siempre un mito para la izquierda, especialmente en América Latina. Varias generaciones han crecido con las leyendas sobre la causa antiimperialista cinematográficamente enarbolada por dos emblemas como Fidel Castro y el Che. No importa que los hechos revelaran con contundencia no solo el autoritarismo y la crueldad de ambos personajes, sino también el completo fracaso de su proyecto; para cierta izquierda, renunciar a la leyenda representaba negar sus raíces, sus fantasías juveniles. Y ahí ha quedado siempre Cuba, como un espejismo, como la expresión de una utopía que, en el fondo, nadie quería para su propio país.
Cuando, en los años ochenta y noventa, la izquierda contribuyó con más convicción al progreso de la democracia en todo el mundo, Cuba dejó de estar de moda, aunque su carga simbólica se mantuvo y, por tanto, nunca fue ese país un verdadero objetivo en los planes democratizadores. Después, cuando la desigualdad económica y la polarización política dieron paso al florecimiento de una nueva izquierda populista y reaccionaria, Cuba recuperó plena vigencia, no solo simbólica, sino efectiva, como puede comprobarse en el control que el régimen cubano ejerce sobre Venezuela. Y ahí sigue esa izquierda reaccionaria atrapada en la lealtad a una supuesta causa anticapitalista y antiimperialista, alimentada con la demagogia más infantil y ejecutada mediante el hambre y la represión.
Hubo un tiempo en el que la causa de la izquierda parecía inseparable de la libertad y la democracia. Que les pregunten a muchos jóvenes que lucharon contra la dictadura en la Argentina, en España, en Chile, en Uruguay si no militaron en formaciones de izquierda porque creían que ese era el mejor vehículo para obtener la libertad que ansiaban. ¿En qué momento renunció la izquierda a ese objetivo? ¿En qué momento decidió sacrificar la libertad en beneficio del poder de los correligionarios? La izquierda que hoy vemos apoyar a Cuba, a Venezuela o a Bielorrusia hubiera respaldado el Gulag y los asesinatos en masa en China.
Es una desgracia para los cubanos, que saben que no podrán contar para ganar su libertad con aquellos que la defendían en el pasado. Hoy la izquierda ha decidido dejar en manos de Vox la causa de la democracia en Cuba y, si no reacciona pronto, acabará convirtiendo a la democracia en un enemigo de la izquierda. O viceversa.