El realismo de una reforma militar
PARIS.- Desde que el experto estratego Robert E. Lee perdió la Guerra entre los Estados -Ulysses S. Grant la ganó con la ayuda decisiva de la marcha del general William Sherman a través de Georgia para destruir la economía civil sureña-, el estilo bélico norteamericano abandonó toda sutileza.
Desde entonces ha sido definido apropiadamente como "aniquilamiento", utilizando superioridad material para aplastar físicamente al enemigo con un ataque directo. El éxito de esto llevó a los militares a adoptar un criterio absolutista de la paz así como de la guerra. Durante la Segunda Guerra Mundial, Winston Churchill quiso atacar los Balcanes desde el Mediterráneo, pero Dwight Eisenhower insistió en que las fuerzas decisivas alemanas estaban en el oeste de Europa y debían ser derrotadas allí.Su ataque dependió de la potencia de fuego y de la magnitud de las fuerzas, como en el caso de la intervención norteamericana en la Primera Guerra Mundial. El mismo método exitoso fue aplicado en la Guerra del Golfo, con el aprovechamiento de la superioridad tecnológica en un ataque directo contra las principales unidades de batalla del enemigo.
Sin embargo, desde Vietnam, en la planificación norteamericana predominó el temor de que las bajas pudieran minar el apoyo popular respecto de una acción militar. La intervención en Somalia confirmó el compromiso de los comandantes norteamericanos de ir a la guerra con fuerzas abrumadoras pero librarla ahora con la mayor distancia posible entre atacantes y víctimas, como sucedió en Kosovo.
Este empleo de la tecnología priva a la carrera de las armas de un honor caballeresco: que el juramento del soldado de sacrificar su propia vida justifica el hecho de provocar la muerte de otros. La acción militar ahora se aproxima más al asesinato que al combate tradicional. Pero ésa es la alternativa que ofrece la tecnología, y la opinión pública norteamericana la aprueba, así como la aprueba el soldado, que desde luego no desea morir.
La Guerra Fría cuadró con los criterios absolutistas de las fuerzas armadas norteamericanas, y su fin dejó a los militares en una posición incómoda. Las fuerzas norteamericanas siguen estacionadas y equipadas para guerras terrestres en Corea o Europa central en tanto que la Fuerza Aérea y la Marina están listas para tomar el control global del espacio y los mares, y alcanzar victorias absolutas.
Sin embargo, el flamante gobierno de Bush encaró la reforma militar de una manera inesperada, lo cual implica un cierto desafío hacia el modelo absolutista. El Pentágono y sus partidarios esperaban de un nuevo gobierno republicano un aumento inmediato y generoso de fondos presupuestarios en todas las categorías. Legítimamente reclama más dinero ya que debe aumentar las pagas, los actuales despliegues y las misiones han afectado la moral, gran parte de los equipos se hallan al final de su vida útil, las existencias se han ido agotando, y se ha descuidado el mantenimiento de los equipos y materiales para ahorrar dinero.
Sin embargo, los propios militares insistieron en la necesidad de una serie de misiones y de grados de fuerza que han extremado al máximo su capacidad durante una década posterior a la Guerra Fría en la que tanto la opinión pública norteamericana como el Congreso esperaban dividendos de paz y costos militares reducidos.
Los militares se han resistido a la reforma. La Marina insiste en mantener flotas de batalla con portaaviones incluidos para patrullar los océanos del mundo en un momento en que ninguna fuerza naval del mundo es remotamente capaz de plantear un desafío. El modelo sigue siendo el de aniquilamiento, a pesar de que el único desafío manifiesto proviene de individuos a bordo de pequeñas embarcaciones cargadas de explosivos.
Durante una década, la Fuerza Aérea de los Estados Unidos ha estado en una carrera de medidas y contramedidas consigo misma, exigiendo saltos cada vez más largos en materia de tecnología de punta, y advirtiendo respecto de nuevos desafíos en el espacio exterior y en la necesidad de un predominio aeroespacial global.
Y el Ejército se resiste a desarrollar operaciones de baja intensidad -por ejemplo, misiones de paz y control de fronteras en Kosovo- que casualmente son en realidad las únicas tareas útiles y necesarias en este momento.
El gobierno de Bush encomendó una profunda revisión militar a Andrew W. Marshall, un crítico interno del Pentágono con un historial iconoclasta. El propio nuevo presidente formuló la categórica indicación de que haya una competencia presupuestaria entre las fuerzas armadas sobre la base de una probada eficiencia.
Aparte de su compromiso con los misiles de defensa, George W. Bush solicitó una revisión nuclear integral con vistas a una serie de reducciones unilaterales de los arsenales de armas nucleares. Uno de los que intervienen en la revisión, William Odem, del Instituto Hudson, propuso reducir las armas nucleares estratégicas hasta que queden apenas 1000, sin importar lo que haga Rusia. "Apenas" no es precisamente el término, por supuesto, para el caso de 1000 armas nucleares estratégicas, pero se trata de algo muy positivo en comparación con las 7500 que tienen actualmente los Estados Unidos. La propuesta se contrapone a la noción que predomina en el Pentágono respecto de las "necesarias" armas nucleares, y representa un giro hacia el realismo, aun con la manera en que conciben la realidad los funcionarios civiles conservadores.
Esto todavía está muy lejos de una evaluación fundamental acerca del lugar que ocupan hoy los Estados Unidos en el mundo, de las verdaderas amenazas que existen, tal como son, y de las políticas tanto externas como militares adecuadas para una situación que ha cambiado esencialmente desde que terminó la Guerra Fría de la lucha global y las ambiciones absolutas. Pero, igual, que haya 1000 armas nucleares estratégicas en lugar de 7500, se trata de un giro en la dirección correcta.