El raro oficio de vivir
A estas alturas, yo debería estar muerto. Tenía previsto retirarme del gran teatro de la vida antes de cumplir cincuenta años. Me parecía un exceso insoportable vivir conmigo mismo más de cinco décadas. Quería divorciarme de ese odioso señor que soy yo mismo. Tal cosa solo parecía posible dejando de respirar un buen día, como quien renuncia al raro oficio de vivir. Era una fatiga creciente cargar con mi pasado, con mi rostro, con mi voz, con mi nombre y mi apellido. Era un incendio ser yo mismo. Vivir era quemarme, chamuscarme, cubrirme de cenizas.
Sin embargo, en pocos meses, y contra todo pronóstico, cumpliré sesenta improbables años. Quiere decir que he vivido diez años en los que pensé que ya estaría cómodamente muerto. Le he robado una década a la muerte. No es poca cosa. Debería estar contento o agradecido. No lo estoy. Estoy preocupado. Me preocupa seguir respirando sin advertir que ya estoy muerto. Me preocupa ser un muerto en vida.
Como he vivido estos últimos diez años pensando que eran tiempo suplementario, tiempo extra, los descuentos del partido, entonces he tratado de hacer ciertas cosas para demostrarme que no estaba muerto en vida. Una de esas cosas es escribir: cuando escribo, despierto, renazco, resucito, cambio de piel, sé que estoy vivo. Suelo pensar, antes de sentarme a escribir, sin saber qué carajos voy a escribir: deberías estar muerto, pero extrañamente sigues vivo, o eso parece, aunque ya has muerto para mucha gente que te detesta, entonces búrlate de la muerte, o escapa de ella, haciendo lo que te cantan los cojones. Mis cojones cantan. Cuando cantan, escribo. Pero no siempre escribo cosas cojonudas.
No escribo para ganar dinero ni para ganar lectores ni para ganar premios. No escribo para que mi familia me perdone, me lea y me aprecie. Escribo para recordar que no estoy muerto. Escribo para celebrar que sigo jugando un tiempo suplementario y el imperturbable árbitro de la muerte no quiere hacer sonar su silbato todavía. Juego entonces como esos equipos que atacan desesperadamente en los últimos minutos del tiempo extra, tratando de convertir un gol en la agonía del juego. Soy el arquero que sube a meter un gol de cabeza, dejando su arco desprotegido. Juego, vivo, escribo, como si todo esto fuese a terminar ya mismo, porque tendría que haber acabado años atrás.
Alguna gente se permite vivir como si fuera un hecho que llegará a los ochenta años con buena salud y dinero en el banco. Yo vivo sorprendido de seguir vivo. Lo raro es seguir respirando, lo insólito es continuar escribiendo, lo extraño es no haber cumplido mis planes de morir antes de llegar a los ominosos cincuenta años. Y no porque con suerte cumpliré sesenta años en febrero, asumo graciosamente que llegaré a los setenta. Mi horizonte de vida será llegar a los sesenta y uno, vivir un año más. No les pido otros diez años a los dioses porque sé que no los merezco. Le robo un año a la muerte, solo uno más, porque ya debería estar extinto, enterrado, olvidado. Entonces vivo la vida pensando: este será mi último año y haré las cosas que tendría que hacer si tuviese la certeza de que en efecto será el año final de mi existencia. Eso ayuda mucho a tomar decisiones capitales. Cuando debo tomar una decisión más o menos importante (por ejemplo, cortarme el pelo o ponerme a dieta, cosas que detesto), me digo a mí mismo: recuerda que solo te queda un año de vida, no olvides que ya deberías estar muerto, así que relájate, goza y no aspires a la perfección en ningún caso.
Otra de las cosas que me convienen para sentirme vivo es dormir diez horas al día. Soy como los gatos: duermo todo lo que puedo y amo a los que me dan de comer, aunque no siempre soy leal a ellos. Un detractor, o un individuo laborioso, podría decirme que dormir tanto es evadir de un modo frívolo, irresponsable, la vida adicional que me ha sido concedida inmerecidamente, o malgastarla, desperdiciarla, dilapidarla. No lo veo así. Yo vivo a plenitud cuando duermo, acaso porque al hundirme en el sueño de los justos no debo seguir cargando con mi pasado, con mi rostro, con mi voz, con mi nombre y mi apellido. Es cierto que dormir no me permite divorciarme de mí mismo hasta el fin de los tiempos, como quisiera, pero al menos me da licencia para separarme unas buenas horas del odioso señor que soy. Cuando duermo, soy otros señores y otras señoras, e incluso soy unos señores que desean ser unas señoras, y hablo en español y en inglés, y trato con celebridades bellas y gente poderosa. Es decir que cuando duermo mi vida es mucho más rica y fascinante que cuando estoy despierto, cargando el pesado lastre en que me he convertido. Además, dormir es entrenarme para morir. Si la muerte es el reposo eterno, quiero llegar bien entrenado. No quiero estar muerto echando de menos estar vivo. Quiero estar muerto durmiendo todo el tiempo, sin interrupciones ni sobresaltos, sin saber quién carajos soy ni quién diablos fui.
Yo no quiero ir al cielo. No quiero vivir eternamente. No quiero ir a ninguna parte, qué pereza me dan los viajes. Quiero extinguirme, borrarme, ir a negro como en los cortes de edición, desaparecer. Si ya me resulta una fatiga seguir viviendo un tiempo adicional que no esperaba, la idea de vivir eternamente en el más allá, y peor todavía preservando la identidad que poseía en mi dimensión humana, llamándome como me llamo, cargando con mi pasado, con mi rostro y con mi voz, me parece una crueldad infinita, una auténtica pesadilla. Por eso, si hay otra vida, elijo no vivirla, y si hay un cielo, prefiero no visitarlo. La verdad es que estar rodeado de gente virtuosa para toda la eternidad me parece una cosa insufrible, un castigo que no merezco. No he podido ser virtuoso en esta dimensión humana y no deseo ser virtuoso en el más allá.
Después veremos cómo vivo de los sesenta años que están por llegar a los hipotéticos sesenta y uno que se avizoran borrosos tras la pálida niebla del optimismo. Después veremos. Sería bueno dejar de salir en televisión, dejar de maquillarme, dejar de ponerme corbata. Sería una liberación, o una jubilación, o una reinvención. También sería bueno dejar de viajar tanto. Es raro: cuando por fin tienes dinero, piensas que debes viajar a todas partes, conocer el mundo entero. Sin embargo, sospecho que las pocas cosas que he aprendido de la vida misma las he encontrado en los libros y en las películas, que son dos formas de viajar sin salir de casa, hundido en un sillón reclinable que es más cómodo que cualquier asiento de primera clase en una aerolínea.
Por último, me acompaña el presentimiento de que la mejor manera de abrazar las cosas buenas de la vida es evitando los conflictos políticos, que suelen ser fuente de angustias, enconos, rencillas y desdichas, y que sacan la peor cara de la gente y entonces le apresuran la muerte, la cárcel o el destierro. Por eso, si me regalan un año más de vida, trataré de no perder el tiempo hablando de política, cuando bien podría estar escribiendo o durmiendo, que son, por lo visto, mis vocaciones más perdurables.