El pulso secreto de algunas escritoras
"Al final, siempre leés a escritoras", me dice un amigo, ni tan en broma ni tan en serio; apenas una acusación risueña. Yo le digo que no es así. O que tal vez. O bastante. Pero resulta que acá estoy, llegando a la última página de Weiwei, novela de Agostina Luz López, y pensando que no habría que ir por la vida dándole la razón a la gente con tanta facilidad.
Agostina es una muy joven escritora, actriz y directora de teatro (Los milagros, una de sus obras, se reestrenará en marzo en Timbre 4). Y Weiwei se lee como quien se deja deslizar por un entramado suave; un entretejido de palabras que respiran, sugieren, guardan algo así como un latido secreto. "Una astróloga me dijo que uno se sumerge en una relación a través de un hechizo -se lee en uno de los capítulos-. El procedimiento sobrenatural es enamorarse." En esa zona rondan las historias que engarza la escritura luminosa de López: el amor como hilo intermitente; un tenue embrujo que enlaza a un chico con una chica, a dos chicas, a un muchacho (o a un padre) con la múltiple nebulosa de las "otras", esas que suscitan en la narradora la duda sobre "si eran individuos o pertenecían todas a la misma especie, la especie del amante". En Weiwei el amor circula como potencia, sensación y, sobre todo, historia que se cuenta: nos habla desde una voz táctil, sensitiva; incluso a veces algo huidiza.
"Yo quería crecer, pero ser una nena era una adicción", apunta la narradora con el tono de dudosa ingenuidad que es marca de todo el libro. Hay otra adicción, podría intuirse, que impulsa a la novela: la de sumergirse en los vínculos humanos y ahondar en la secreta mediación que de ellos hace la palabra. Así emerge María, uno de los personajes, que decide emprender la escritura de esa particular novela que es la familia de cada quien. María interroga, observa y apunta. Los dichos de la madre, las ceremonias compartidas con el padre, los abandonos, las pasiones, el desamor. Hay un enigma en todo relato familiar y María busca aproximarse a él -los enigmas de este tipo rara vez se develan; apenas sí pueden merodearse- a través de la palabra escrita.
En este punto, asoma en la novela algo de tratado de escritura. Sin solemnidades; más bien como si se traficaran, con la misma delicadeza con que se hilvanan un bordado, algunas ideas sobre la aventura de escribir. Y es la narradora la que redobla la apuesta y propone la creación de un nuevo tipo de registro: la "escritura prematura", una forma nacida "antes de tiempo", pura búsqueda e intuición; también, un particular llamado al cobijo. "Es una escritura que necesita protección -indica-, la protección del que la lee. No necesita de ese otro ningún tipo de juicio, necesita una lectura nutritiva, una nutrición que haga que esa escritura se haga más fuerte con cada lectura."
Releo Weiwei y veo, sobre mi escritorio, un recuerdo que me traje de una de las ediciones de esa maravilla que es La hora de Clarice (encuentros anuales que se realizan, en distintas ciudades del mundo, en homenaje a la escritora brasileña Clarice Lispector). Se trata de una serigrafía que nos repartieron a los que tuvimos la suerte de llegar temprano a la proyección de un documental. En ella hay apenas una frase; un breve párrafo del libro Silencio: "Más allá de la oreja existe un sonido, la extremidad de la mirada, un aspecto, las puntas de los dedos, un objeto, es allí a donde voy".
Es esa zona de misterio, me digo, esa vocación por el pliegue, por lo apenas visto o quizá susurrado, lo que me impulsa a leer, una y otra vez, a ciertas escritoras. En Lispector, desde luego, es lo abismal, lo más bien inasible, lo perturbadoramente oscuro. Pero también puede ser la ternura sagaz que asoma en autoras como Agostina Luz López: un modo sin duda amoroso de entrever el mundo y a esos seres más bien torpes -todos nosotros- que a duras penas van tejiendo lazos entre sí.