El proyecto de remover imágenes religiosas de lugares públicos
Hace varios años pregunté a un colega de un medio que no es este por qué su política editorial atacaba tan frecuentemente a la Iglesia Católica. Con una sinceridad brutal, me respondió: “Porque es gratis”. Más allá de la valoración ética que pueda hacerse de la actitud de agredir a alguien “porque es gratis”, la realidad es que los hostigamientos, burlas y hasta ataques físicos contra la religión católica son, desde hace muchas décadas, un deporte nacional. No nos referimos, por supuesto, a las críticas a la jerarquía eclesiástica, sobre todo porque ella a menudo incursiona, lamentablemente, en el terreno político y queda así sujeta a sus reglas de juego. Nos estamos enfocando sobre los actos de agresión contra templos, imágenes religiosas, ceremonias y símbolos sagrados para los católicos. Así ocurrió tantas veces con la ocupación de la Catedral, las pinturas en las paredes de los templos, las amenazas de incendiarlos o los incendios mismos. Y la realidad es que, en todas las ocasiones, esos actos vandálicos fueron, efectivamente, “gratis”.
Recientemente, la diputada radical Karina Banfi redactó y presentó un proyecto de ley que, desde una primera lectura, no podría encuadrarse en ese tipo ofensas, pero que, observado en nuestro contexto histórico, apunta contra los símbolos del catolicismo. El proyecto propone la remoción de todas las imágenes religiosas de los edificios públicos, con el argumento de garantizar el efectivo cumplimiento de los principios de libertad religiosa y de conciencia, así como el carácter laico de los poderes gubernamentales.
No se trata del primer intento en ese sentido. Hace unos quince años, una asociación civil promovió un amparo para remover una imagen de la Virgen del Rosario de la entrada al Palacio de Tribunales. El juzgado contencioso administrativo donde tramitó la medida, que demoraba siglos para despachar cualquier causa, dictó en horas una sentencia favorable, que después fue atenuada por los tribunales superiores. El argumento, en esa ocasión, consistía en que los ciudadanos que profesan otras religiones o los ateos podrían verse discrimininados o sentir un temor fundado por una supuesta parcialidad de la administración de justicia.
¿Esto es realmente así? Analicémoslo fríamente.
John Rawls, en su Teoría de la justicia, proponía la reestructuración de todo el sistema legal a partir del “velo de la ignorancia”, como él llamaba a la actitud de rediseñar todo como si el Estado se fundara de nuevo y prescindiéramos de la trama de relaciones que hasta entonces se habían tejido en la sociedad. Un liberal como Robert Nozik le respondió en su obra que la justicia es histórica y no puede ignorar las instancias por las cuales se llegó a determinada situación.
En la sociedad más religiosa de Occidente, que es la de Estados Unidos, no existen imágenes asociadas a una fe en los edificios públicos y, aun así, hay quienes impugnan el Día de Acción de Gracias, una fiesta patriótico-religiosa de todos los cultos, en nombre de los agnósticos. Pero esa es la historia de Estados Unidos, una nación formada inicialmente por una rama del puritanismo cuyos fieles no son partidarios, precisamente, de las imágenes. Después, la llegada de católicos, judíos, musulmanes y, por supuesto, protestantes de las más diversas corrientes consolidó esa laicidad del Estado. Fue nada menos que Samuel Huntington quien escribió que ellos no hicieron un Estado laico para proteger a la política de la religión, sino para proteger a la religión de la política. Aun así, las invocaciones a Dios en los discursos políticos, en los actos gubernamentales, en las canciones patrióticas (God Bless America) y hasta en los billetes son más frecuentes que en cualquier otro país.
Una cosa es la laicidad del Estado y la necesidad de evitar la contaminación de la religión con la política y otra es el arrasamiento de los símbolos que ya existen, como lo hizo el PRI en México hasta los 90, cuando la mera existencia de un crucifijo en el aula implicaba la inhabilitación permanente del maestro o profesor para la docencia y una pena de prisión.
En la Argentina hay una tradición que viene desde la fundación de sus ciudades, que trasciende incluso el hecho religioso y se incorpora a la cultura. ¿Alguien propondría cambiar el nombre a las provincias de Santa Fe, Santa Cruz o Misiones, por ejemplo? La Iglesia, con sus rituales y símbolos, estuvo presente en aquellas fundaciones, en las guerras por la Independencia, cuando Belgrano consagró a la Virgen el Ejército del Norte, en los debates de la Constitución nacional –especialmente con Fray Mamerto Esquiú–, en el confortamiento de los heridos en combate y en la sepultura de los próceres.
¿Conspiran esas imágenes y símbolos contra la imparcialidad que debe exigírseles a los funcionarios o contra la libertad religiosa, como se argumentó más de una vez?
Estamos ante una religión cuyo mandato es “amar al enemigo”, con mayor razón a aquellos que no son enemigos, pero profesan otros credos o ninguno. El hecho de que los católicos no siempre hayamos cumplido con este precepto fundacional y que incluso en el presente lo pasemos tantas veces por alto no es culpa de las imágenes religiosas. Al contrario, la presencia de una imagen de Jesús o de la Virgen debería recordarnos a cada momento este deber.
Contemporáneamente, el Concilio Vaticano II ha declarado que la libertad religiosa “debe reconocerse como un derecho a todos los hombres y comunidades y sancionarse en el ordenamiento jurídico”, al mismo tiempo que admite que, a lo largo de la Historia, a veces no nos comportamos de acuerdo con estos principios.
¿Qué ocurre, por otro lado, con las imágenes políticas en los edificios públicos y en los despachos? El Ministerio de Desarrollo Social exhibe un contorno de la figura de Eva Duarte de Perón que se observa a lo largo de toda la avenida 9 de Julio. Hay jueces y funcionarios que tienen en sus despachos una foto del Che Guevara, quien no ha propiciado precisamente el espíritu de amar al enemigo. Otros exhiben algún retrato de Juan Domingo Perón, cuya trayectoria, cualquiera sea el juicio sobre ella, podría provocar más susceptibilidades sobre la parcialidad del funcionario que una imagen religiosa. Y aun la vieja tradición de colgar en los despachos una foto del presidente en ejercicio, sea Cristina Fernández de Kirchner o Mauricio Macri, ¿no resulta más incómoda que una imagen religiosa para los visitantes que impugnan las ideas o los actos de esos mandatarios? Podrá argumentarse, en cada uno de esos supuestos, que se trata del presidente de todos los argentinos. ¿Realmente creemos que todos lo ven así? ¿Y los monumentos a Néstor Kirchner en lugares públicos o el mismo nombre del Centro Cultural que pagamos todos los argentinos en el antiguo edificio del Correo?
El proyecto en cuestión deriva, como está claro, de la reciente y desafortunada utilización de una misa en Luján para un mensaje político del oficialismo; pero ese fue un acto que agravia más a los católicos que a quienes no lo son. Una cosa es la laicidad de la política y otra es el laicismo militante, que, por definición, nunca es neutral.