El prohibicionismo se ha impuesto en la Argentina
En una sociedad libre, el gobierno no debería administrar las cosas de la gente, sino administrar justicia entre la gente que administra sus propias cosas
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Hace algunos días dirigentes ruralistas protestaban por el regreso de la prohibición (primero total, después parcial) de exportaciones de carnes. Pocos días después, el índice internacional MSCI calificó a nuestro país en la pésima categoría standalone –lo que hace inelegible a la economía argentina para acceder a financiamiento internacional–, y entre sus razones se encuentra la restricción al acceso regular de divisas para el pago de obligaciones (comerciales o financieras) contraídas por empresas en el exterior.
Son ejemplos de un modelo que se ha impuesto en la Argentina: el “prohibicionismo”. Algún día se prohibió la participación de simpatizantes de equipos visitantes en los estadios de futbol, otro se impidió a las personas comprar dólares en los bancos en los que operan, están prohibidos los despidos de trabajadores en las empresas y siguen desautorizados servicios de transporte individual de pasajeros provistos por plataformas desde aplicaciones móviles. A un exfutbolista se le impidió la compra de vacunas contra el Covid para ser donadas y empresas internacionales abandonaron la Argentina por restricciones que les impiden operar. Está prohibido a compañías exportadoras cobrar los dólares que sus propios clientes les pagan conforme los contratos que firman (a cambio, el Banco Central les entrega pesos a una tasa de cambio inferior a la de mercado) y a las empresas que abastecen nuestro consumo doméstico se les impide acordar precios con sus clientes. La reciente ley de teletrabajo lo restringe fuertemente. Y está vedado pactar cláusulas libremente en contratos de alquiler. Se ha prohibido a los supermercados exhibir físicamente los productos como consideren más apropiado y hasta está observada jurídicamente alguna manifestación pública sobre asuntos políticamente sensibles. Y los uruguayos se quejan de que no aceptamos levantarles la prohibición de celebrar acuerdos comerciales internacionales imperante desde hace 30 años en el Mercosur.
Padecemos la consumación del prohibicionismo. Y nos hemos acostumbrado. Observaba San Agustín que la costumbre hace desaparecer el asombro.
Hay cuatro evaluaciones a efectuar al respecto.
La primera es que lo que ocurre es efecto del fracaso y de la búsqueda de lo imposible. Si la política busca un resultado inviable (y no lo consigue) luego la reacción es prohibir. Excesos generales terminan en excesos particulares. Enseñó el periodista Walter Lippmann que en una sociedad libre el gobierno no debería administrar las cosas de la gente, sino administrar justicia entre la gente que administra sus propias cosas.
La segunda es que se está distorsionando la esencia de la potestad pública. Los griegos concebían el poder político como una combinación de la auctóritas (la legitimidad) y el imperium (el uso de la fuerza); y ocurre que cuando falla la primera se abunda en lo segundo.
El prohibicionismo supone una tremenda desconfianza en el comportamiento de las personas y las organizaciones que ellas crean. Y una sobrevaloración del poder político como regidor. La Argentina vive en desequilibrios: se desborda lo público sobre lo privado, el corto plazo sobre lo sostenible, lo doméstico sobre lo internacional, el consumo sobre la inversión y la política sobre las instituciones. Y lo particular restrictivo sobre lo general ordenativo. Dice Thomas Friedman que la politización de todo termina afectando la gobernabilidad; y que cuando todo es política, y todo tiene que ver con el poder, no hay centro y solo hay lados, no hay verdades sino versiones y no hay hechos sino solo deseos contrapuestos.
La tercera es que hay algo intrínsecamente malo en el prohibicionismo si afecta las bases institucionales de un país: buena parte de las prohibiciones usuales –desde hace muchos años– no están permitidas por la letra de la Constitución, pero son admitidas por la vigencia fáctica del sistema (decía Germán Bidart Campos que existe una constitución formal pero abajo otra material). Se puede tener una constitución nacional perniciosa como Venezuela, o una buena como Uruguay, pero no es saludable tener una buena que convive con prácticas admitidas opuestas a la misma como en la Argentina. Y creía Alberdi que legislar poco es la mejor manera de hacer respetable la ley.
La cuarta es que estamos ante una antigüedad. En el mundo ocurre un fenómeno novedoso: el poder político de los Estados nacionales (entendido como la fuerza gubernamental para imponer un sistema normativo) está en crisis en muchos lugares. El poder puede cada vez menos. No puede contra el virus global; ni contra las migraciones suprafronterizas; ni contra los flujos mundiales de información, datos y conocimiento; ni con los de capitales y de divisas; ni con la revolución del teletrabajo transfronterizo. Ni siquiera le es fácil abordar tributariamente a las empresas mundiales (nowhere companies). Y, como efecto, un camino que está encontrándose en países exitosos es la creación de sistemas entre particulares de organización vincular colaborativa y espontánea no estatal (muchas, virtuales).
Esfuerzos conectivos autónomos están creando un nuevo fenómeno: desde el viejo sobrerregulacionismo de mediados del siglo XX se avanzó hacia el desregulacionismo a fines del siglo, pero hay una incipiente mudanza ahora hacia un neorregulacionismo creado en ecosistemas no estatales: empresas y personas que en sus arquitecturas vinculares se comprometen libremente entre sí a cumplir normas de calidad (ambientales, de seguridad, sanitarias, laborales), instituciones que educan jóvenes con contenidos que no están incluidos en títulos oficiales, criptomonedas que anticipan el desgaste de los bancos centrales, el blockchain y los smart contracts que crean entornos normativos no oficiales, pactos de intercambio de prestaciones no dinerarias entre usuarios y proveedores a través de las tecnologías de la información.
En la última edición del ranking Ease of Doing Business del Banco Mundial (que encabezan Nueva Zelanda, Singapur y Hong Kong como los más admisivos de los dinamismos de la tercera década), la Argentina aparece en el lugar 126 entre 190 países (hay 16 países de nuestra región mejor rankeados; entre ellos, Chile, Perú, Colombia, Uruguay, Brasil y Paraguay). El estudio muestra que en el mundo, en los últimos 15 años, 178 países han implementado 722 reformas que facilitan espontaneidad, agilizando el desarrollo de iniciativas económicas (incluyendo 160 simplificaciones formales y 106 reducciones de exigencias regulativas económicas). Sin ir más lejos, en el promedio de las economías emergentes el costo público de iniciar un negocio se redujo en tres cuartos en tres lustros.
Porfiar contra lo espontáneo y natural prohibiendo, restringiendo, impidiendo supone un malentendido. Y, cuando se comparan países, sería bueno admitir que reducir al estatismo a un cálculo del gasto público y la presión impositiva es una simplificación porque también este se manifiesta en el desborde impeditivo que rigidiza lo más libre que la naturaleza ha creado: la interrelación entre las personas.
Especialista en negocios internacionales, profesor universitario