El progreso en un futuro sin porvenir
En el período más promisorio de su existencia, la humanidad ha perdido la brújula y es incapaz de proyectarse hacia el destino que la aguarda
- 6 minutos de lectura'
Aunque atravesó dos guerras mundiales y centenares de catástrofes, en el último siglo la humanidad realizó el mayor avance de su historia. A pesar de esa evidencia, el hombre abandonó la exaltante idea de progreso y perdió su esperanza en el futuro. Se podría pensar que, en el momento en que aborda el período más promisorio de su existencia, ha perdido su brújula y es incapaz de proyectarse hacia el destino que la aguarda.
Las generaciones que nacieron en el siglo XX crecieron nutridas por los relatos de Julio Verne, los sueños que estimulaban los descubrimientos científicos o tecnológicos o incluso la imagen que proyectaban los héroes de ficción. Todos se educaron imaginando cómo sería el año 2000, los viajes a la Luna, las pastillas de alimentos, la conquista espacial, el encuentro con los extraterrestres, los automóviles sin conductor –incluso capaces de volar entre los edificios por grandes avenidas virtuales–, la educación escolar a través de electrodos sobre el cráneo y la comunicación por telepatía. Esas predicciones, acompañadas por imágenes hiperrealistas, se revelaron inexactas, pero permitieron representar el futuro para anticipar cómo sería la aventura del mundo que nos esperaba a la vuelta del siglo. Negociar la transición del presente al futuro no era una simple rutina cronológica porque, en el imaginario colectivo que acompaña al mundo desde la penumbra de la historia, el año 2000 no solo representaba un salto de centuria, sino también un cambio de milenio, acontecimiento excepcional que prometía ser trascendente.
Tal vez porque el mundo moderno aprendió a tutearse con la tecnología de punta y cada día se produce un nuevo descubrimiento científico deslumbrante, la forma colectiva de concebir el futuro cambió radicalmente en poco tiempo al punto de que incluso transformó la noción de progreso, que acompaña al hombre desde hace tres siglos. Ese concepto, que atesoraba las ilusiones que reservaba el devenir, era tan importante que, hasta los siglos XVIII y parte del XIX, los pensadores escribían la palabra Progreso respetuosamente con mayúscula. La noción, motriz de la Modernidad, fue tan fuerte que condicionó la evolución de las ciencias y el pensamiento casi hasta nuestros días. Pero las sociedades modernas –por lo menos en Occidente– parecen empeñadas en ignorar las enseñanzas de la filosofía de la historia y solo se deslumbran por el presente, como si el futuro hubiera desaparecido de nuestras representaciones y la urgencia hubiese repudiado la promesa del porvenir. El ensayista canadiense Steve Pinker fue más audaz en su diagnóstico al afirmar que “numerosos intelectuales, científicos o universitarios que se califican de progresistas detestan en realidad la idea misma del progreso”.
La concepción original teorizada por los filósofos del Iluminismo –como Kant, Descartes, Spinoza, Condorcet, D’Alembert, Bacon– postulaba una reconciliación del hombre con el esfuerzo colectivo del presente con la esperanza de construir un mundo mejor. El progreso científico permitiría promover evoluciones técnicas capaces de generar, a su vez, avances materiales susceptibles de mejorar las condiciones de vida y la calidad moral del hombre. El aspecto sacrificial que contenía la noción de progreso y la idea del bien común fueron falazmente invocados con frecuencia por regímenes totalitarios que se proclamaban progresistas o modernos, en particular los nazis y los comunistas, para perpetrar el mal absoluto.
El economista Richard Easterlin se hizo famoso en 1973 por describir una paradoja, según la cual la evolución del poder adquisitivo no aumenta el nivel de satisfacción de una sociedad. Casi medio siglo después de ese hallazgo, Easterlin piensa que esa insatisfacción patológica puede explicar el eclipse de la noción de progreso. Los sociólogos sospechan, en cambio, que esa esperanza en el futuro se diluyó por la incapacidad de imaginar un horizonte simbólico sobre el cual proyectar un modelo de sociedad que corresponda a nuestros esfuerzos. Hay otra explicación: cuando se habla de progreso, se alude necesariamente a la crisis de la sociedad actual. En su libro La crisis sin fin. Ensayo sobre la experiencia moderna del tiempo, la filósofa Myriam Revaud d’Alonne afirma que la idea de crisis está directamente relacionada con el concepto de progreso. Esa noción invita, por construcción, a comparar la sociedad actual con el modelo de la sociedad futura y, por lo tanto, coloca al hombre contemporáneo en desequilibrio.
Como nadie es consciente de la historia que construye, esa incertidumbre se agrava por la aparición de tecnologías disruptivas que impiden imaginar el impacto que pueden tener esas innovaciones en la sociedad del futuro. Esa colisión de fuerzas antagónicas nubla el horizonte, pues resulta vano defender la idea del progreso sin hablar al mismo tiempo del futuro.
Desde que comenzó la pandemia, el mundo está obsesivamente concentrado en el corto plazo buscando la manera más eficaz de manejar las crisis sanitaria y económica, y reparar los daños humanos y materiales. El futurólogo Thierry Gaudin, que desde hace medio siglo se empeña en prever los misterios que nos depara el horizonte 2100, se confesó escandalizado por la ausencia de anticipación que muestran los hombres que dirigen los destinos de la humanidad.
Cada vez que los técnicos o los científicos realizan una extrapolación para imaginar ese futuro, son incapaces de visualizar otra cosa que catástrofes, incertidumbres, amenazas y disrupciones peligrosas para la humanidad.
Por eso, tal vez, el mundo ha decidido ignorar las enseñanzas de la filosofía de la historia, sumergió el pasado en un agujero negro y optó por concentrarse en el presente, como si el futuro hubiera desaparecido de nuestras representaciones y la urgencia hubiese repudiado la promesa del porvenir. El devenir de la historia fue colocado en estado de hibernación intelectual o en levitación política o arrojado al fondo de un pozo simbólico.
Peor aún: en un mundo sin dioses ni ideologías, la sociedad trasladó la fe que tenía depositada en el progreso a un nuevo ídolo con pies de barro: la innovación. Ese ídolo moderno –que reverencia más la tecnología y la productividad industrial que las promesas humanistas de bienestar y desarrollo intelectual– profesa una prédica productivista. El término innovatio apareció en el siglo III para referirse a los pequeños cambios sobre el dogma y, por definición, describe un riesgo de herejía. Por eso es difícil considerarlo como sinónimo o complemento de la noción de progreso. Más bien aparece como tributario de una lógica de competencia económica e industrial que suscita una carrera desenfrenada hacia un objetivo social indefinido. Muchos piensan incluso que excita una retórica perversa. En sus objetivos para el año 2000, la Unión Europea (UE) utiliza 302 veces el término innovación en un documento de apenas 50 páginas.
La colisión entre esos dos conceptos primordiales abre un debate esencial para la construcción histórica del mundo moderno y la anticipación del futuro.
Por la fuerza de las cosas, la pandemia tuvo la virtud de invitar a cada uno de nosotros a proyectarse mentalmente más allá del presente y a arrojar una mirada inquieta sobre el futuro, sintetiza el filósofo de las ciencias Etienne Klein. “Cuando el futuro parece más imprevisible que nunca –afirma–, la esperanza de que mañana seguirá habiendo un mundo reemplazó la certeza de un fin del mundo”. Pero ese mundo, un día u otro, habrá que corporizarlo.
Especialista en inteligencia económica y periodista