El progresismo K como seña de identidad
El kirchnerismo sacraliza la política y compone un relato totalizador que estructura la existencia al modo de una religión
El progresismo K es una formidable maquina electoral. En parte, su éxito se debe a que ofrece una identidad más que una ideología. Los K no se limitan a apoyar un programa de gobierno; de hecho, la agenda puede cambiar no bien el Politburó lo decida: el cardenal genocida puede trocar en Papa del pueblo, el ajuste salvaje mutar en solidaridad y el pago de la deuda devenir una obligación moral.
En esencia, ser K es abrazar una matriz subjetiva que se expresa en preferencias éticas, estéticas y hasta epistemológicas: look prolijamente informal, Página 12, fotos de hijas jugando al fútbol en las redes, prioridad del marco conceptual sobre los hechos, pañuelo verde hasta en los bautismos, rechazo categórico del mérito, canciones de cancha en la Feria del Libro o el ballet y abuso de un lenguaje mitad lucha de clases, mitad retórica antioligarquía.
Para ilustrar la idea con una metáfora: la aplicación K se instala en carpeta "política" del disco duro, pero cuando la abrimos va tomando control de todo el sistema operativo y lo reformatea completamente. Es así como un progre democrático, seducido por la retórica distributiva y el discurso de los derechos humanos, termina reivindicando la violencia armada, celebrando regímenes teocráticos que oprimen salvajemente a las mujeres o apoyando dictaduras criminales con miles de torturados, muertos y desaparecidos que cierran el parlamento a los tiros.
Por supuesto, no todas las ideologías operan de este modo. El republicanismo, el liberalismo y la socialdemocracia son más modulares. No doctrinas generales que comandan múltiples aspectos de la existencia, sino concepciones que se aplican casi exclusivamente al campo de la política. Por eso un republicano puede ir a misa, vivir en Nordelta y mirar a Capusotto sin ocultarlo, sin sentir culpa ni rendir cuentas a nadie.
La naturaleza expansiva del software K explica su sorprendente masividad. Según los estudios en psicología social, el tribalismo es un impulso adaptativo fundamental de la especie humana. En la noche de los tiempos, nuestra subsistencia dependía de la pertenencia a un grupo que nos brindara protección, acceso a bienes cooperativos y reconocimiento. Experimentos ya clásicos, como los realizados por el profesor Stanley Milgram en la Universidad de Yale, revelan que la mayoría está dispuesta a hacer lo necesario para asimilarse a la tribu, ser aceptada como miembro y permanecer en ella. Nada como el éxtasis que sobreviene cuando nos volvemos uno con la masa enardecida que aclama al chamán e injuria a los enemigos. Aunque la era cavernaria quedó atrás hace siglos, la pulsión asimilatoria sigue proveyendo enorme confort psicológico a quienes buscan un ancla en la era de la jungla individualista.
En esta dinámica tribal resuenan dos conocidos enfoques de la filosofía política, aunque invertidos. El primero es la política de la identidad. Asociada mayormente al feminismo y el movimiento de derechos civiles, esta perspectiva estudia la conformación de colectivos cuya identidad política surge de experiencias de opresión compartidas antes que de convicciones partidarias, filiaciones ideológicas o plataformas programáticas. El segundo enfoque está emparentado, entre otros, al jurista nazi Carl Schmitt. Se lo conoce como teología política y analiza la progresiva secularización de las categorías religiosas en los procesos de modernización política.
Por contraste con la política de la identidad, el software K convierte la membresía política en identidad, transitando de lo ideológico a la biografía personal. Algunos llegan al extremo de tatuarse el rostro de sus próceres en señal de lealtad eterna; otros, más moderados, se presentan en redes y sitios de citas como "nacional & popular", "pingüino/a" o "bien peronchito/a", como si eso revelara su esencia. A la vez, más que secularizar lo religioso el dispositivo K sacraliza la política, componiendo un relato totalizador que estructura la existencia al modo de una religión. Héroes, mártires y villanos completan la narrativa.
Este potente mecanismo ofrece un camino seguro a la victoria electoral: aniquila la capacidad crítica, inmuniza contra la evidencia y prepara a la tropa para la conquista. Pero, al mismo tiempo, socava la democracia hasta sus cimientos. No podemos entendernos, reconciliarnos ni confraternizar con enemigos de la tribu que amenazan nuestra identidad y profanan los valores que nos hacen ser quienes somos. Mucho menos, abandonar dogmas de fe o debilitar al clan reconociendo errores de sus jefes. Las religiosidad política es la antesala de la intolerancia y el fanatismo; propicia el retorno a una comunidad primigenia, monolítica y total: una nación, una cultura y, por supuesto, un partido. Una forma de la hegemonía que ni Gramsci hubiera soñado. Marx nos recordaría que la religión es el opio de los pueblos.
El autor es filósofo, politólogo y premio Konex a las Humanidades.