El problema somos nosotros
Miembros de la cancillería de España y de la Federación Española de Fútbol se comunicaron el martes con diplomáticos argentinos. Querían saber qué pensaba Macri de una idea que trascendió dos días después: la posibilidad de trasladar la final de la Copa Libertadores a Madrid. Las gestiones coincidían con el viaje del presidente Pedro Sánchez a Buenos Aires por la Cumbre del G-20 , y la respuesta argentina fue formal y cuidadosa: Macri no puede involucrarse, porque además es hincha de Boca y eso complica las cosas. Aunque de uno y otro lado supieran que la confirmación de la sede del partido le importaba al jefe del Estado casi tanto como el G-20. Boca estará siempre entre sus focos de atención. Alguien que lo trató con frecuencia antes de que llegara a la Casa Rosada, Jorge Bergoglio , podría aquí volver a describirlo como suele hacerlo informalmente en Roma, con una caracterización ambivalente y mordaz: un "buen hombre" al que nada entusiasma en una conversación tanto como el fútbol. Se entiende que, desde esa óptica, y con el antecedente de otros encuentros, funcionarios alemanes hayan tenido meses atrás la precaución de anticiparse con un pedido a pares del gabinete argentino: que excluya la pelota de eventuales diálogos con Angela Merkel .
El Presidente venía de una frustración con los incidentes del clásico. No solo él, que había propuesto públicamente el regreso de los visitantes, sino gran parte de la dirigencia futbolística, que sintió que las pedradas al ómnibus de Boca exponían lo peor de ese ambiente en el que Macri aprendió a hacer política. "Mi hija y mis nietos viven en Italia y vinieron a ver el partido. Ahora deben volver mañana y nunca mis nietos vieron a River . Tengo una bronca bárbara por 15 inadaptados", protestó el sábado Rodolfo D'Onofrio , presidente de River. Les pasó a varios. Jorge Brito (h.), vicepresidente del club, se lamentó horas después de haber quedado mal con invitados a quienes, dijo, les había pagado la entrada de su bolsillo.
Hasta el sábado, el Gobierno se jactaba de haber transcurrido tres años sin disturbios graves en la Capital Federal. Pero en el fútbol conviven la desidia, la corrupción y la mala puntería: hace tres años River le pidió a Andesmar que incorporara vidrios antivandálicos en los ómnibus que trasladan a sus jugadores, pero la empresa se negó porque la regulación vigente lo prohíbe por cuestiones de seguridad en caso de vuelco. Eran las razones de la catarsis de los dirigentes de Núñez horas después del partido. Habían estado preparando durante tres semanas un operativo que salió mal y que, por ejemplo, les permitió a entre 5000 y 10.000 hinchas colarse sin entrada, supone el club, mediante sobornos a empleados que se encargan de controlar el ingreso. No es un peaje caro en relación con lo que costaban el sábado plateas y palcos: si no el mundo, la colecta grupal hace girar el molinete.
El papelón le arruinó a Macri el fin de semana. Pero fue Marcos Peña el encargado de transmitirle a Horacio Rodríguez Larreta la necesidad de dar la cara el domingo. Ese malestar, que terminó en una conferencia de prensa del jefe de gobierno porteño y en el despido de Martín Ocampo , su ministro de Justicia y Seguridad, era en realidad parte de una serie de divergencias que se venían arrastrando desde los últimos tiempos, en particular desde los Juegos Olímpicos de la Juventud . En la Casa Rosada no entusiasmó demasiado ver al líder comunal sacando provecho propio de un certamen cuya plaza se logró durante la gestión municipal de Macri, hoy principal blanco de las críticas por la crisis y el ajuste.
Es cierto que fútbol y política deberían transitar andariveles distintos. Y que la sola concreción de un G-20 en Buenos Aires, la reunión multilateral política más importante de la historia argentina, debería haberle bastado esta semana al Presidente para sentirse reconfortado. Pero ese reconocimiento internacional, al que Macri se refirió ayer en la apertura, cuando agradeció haber superado una década de aislamiento, no se condice hasta ahora con los resultados que él soñaba para estas alturas. El objetivo de fondo, liderar un "cambio cultural capaz de transformar la Argentina", como le gusta repetir, acabó siendo el más arduo.
Es una batalla diaria en la que tendrá que esperar no solo la exitosa culminación del G-20 en materia de seguridad sino, desde pasado mañana, ya con la fiesta terminada, el normal transcurso del diciembre más difícil en varios años. Igual que los dueños de los supermercados, que vienen monitoreando la cuestión e instruyen a sus empleados con protocolos antisaqueos, el Gobierno confía en los cuantiosos recursos con que el Ministerio de Desarrollo Social intenta atenuar penurias en el conurbano. También hay optimistas en la oposición. Hace dos semanas, en el programa Sobremesa, que conduce Diego Schurman por Radio Milenium, Andrés Larroque, uno de los líderes de La Cámpora, fue menos drástico que otras veces: "A diferencia de 2001, hoy hay canalización política: está Cristina como horizonte de salida. Eso mengua la posibilidad de un estallido", dijo.
La policía y los especialistas en seguridad suelen ubicar en el 24 de diciembre a las 18 el fin del año calendario político bonaerense, fecha a partir de la cual, dicen, son improbables incidentes que no hayan ocurrido hasta entonces. Esa es la meta anual de una administración que habría preferido horizontes más ambiciosos, pero que se aferra ahora a que tal vez el ajuste empiece a dar réditos desde principios de 2019. En el Palacio de Hacienda calculan que, si todo sale bien y el campo acompaña, la economía podría estar creciendo a un ritmo del 8% anual en el segundo trimestre. Si se cumple, esa proyección podría mejorar las posibilidades para las elecciones, aunque seguirá dejando pendiente lo medular: un cambio de hábitos en el único país del mundo que no puede organizar un partido de fútbol con asistencia completa. Hace tiempo que Macri viene repitiendo entre sus amigos que está decidido a terminar con las barras bravas. ¿Incumplirá esta vez? Haberle hallado durante el G-20 una salida a la final de la Copa Libertadores puede haber sido un alivio circunstancial que, al mismo tiempo, da cuenta de la gravedad del problema. Ya no se trata de público local o visitante en los estadios. Tal como ocurre con los tribunales internacionales o las cuentas offshore para la seguridad jurídica, la Argentina acaba de dar con la peor metáfora sobre sí misma: está obligada a llevar su deporte más popular al exterior como garantía de civilización.