El problema no pasa por cobrarle al alumno extranjero
Más que pensar en el arancelamiento, el país tiene que atraer a los mejores estudiantes del exterior
Acostumbrados a observar los problemas desde una mirada simple y superficial, las soluciones propuestas terminan siendo ingenuas y poco eficaces. Cuestionamos la universidad nacional por no cobrarles a los alumnos extranjeros, a los que caracterizamos como parte de una invasión, mientras el mundo pelea por poblar sus aulas con estudiantes internacionales. Paradójicamente, los rankings universitarios ven en ellos un activo valioso, un colectivo que pone a su contraparte local en contacto con otras culturas y múltiples formas de mirar la realidad global.
Tomando en cuenta lo dicho, para ser considerada de elite una institución debe presentar, entre otros rasgos, una buena proporción de alumnos extranjeros. Tomemos por ejemplo la Universidad de Harvard. Casi un 25% de sus alumnos son estudiantes internacionales, que representan 142 diferentes países. Sigamos con la inglesa Oxford. En sus aulas, el 40% de los alumnos proviene de 140 naciones. En cuanto a nosotros y nuestra universidad emblema, la UBA, el 96% son argentinos. Digamos, solo cuatro de cada 100 estudiantes son extranjeros, muy lejos de ser una invasión, a pesar de que aquella concentra el 36% de todos los alumnos que han elegido nuestro país para continuar estudios universitarios. Ahora, cuando observamos la totalidad del sistema público, el porcentaje es aún menor. Solo 2,4 de cada 100 estudiantes son internacionales, y si bien el sector privado se encuentra relativamente más abierto, aquí solo 4,2 alumnos por cada 100 son extranjeros.
Este cierto aislacionismo a nivel universitario que sufrimos, y que no difiere mucho de lo que se observa en la región, debería preocuparnos. Estudios internacionales nos hablan sobre la condición de elite de una universidad, considerada tal en cuanto a su perfil de internacionalización, si es capaz de reclutar a más del 20% de su alumnado de diversos países. Digamos, en un aula con 50 alumnos, se espera que al menos 10 no sean locales. Una clase promedio en una universidad pública promedio de la Argentina cuenta con solo uno. En definitiva, el país, al menos sus mejores universidades, debería multiplicar por cinco o seis la cantidad de actuales alumnos extranjeros para llegar a dichos niveles.
En cuanto a la nacionalidad de quienes nos visitan, el 92% llega de países de América Latina, Perú principalmente y luego Paraguay, Bolivia y Brasil en una misma proporción. Europa aporta alrededor del 6% y Asia, apenas el 1%. Esto último nos plantea un desafío dado que China, por ejemplo, explica el 53% de los cinco millones de alumnos internacionales actualmente en universidades del mundo. En cifras, de los más de 2,5 millones de estudiantes chinos que recorren el mundo, la Argentina solo pudo atraer a menos de 400. Dejando de lado los Estados Unidos, país con larga tradición en reclutar no solo estudiantes, sino investigadores internacionales, en Australia, país que a partir de políticas activas ha convertido sus universidades en sitios de excelencia y, como tales, deseables también para alumnos no australianos, 40.000 chinos se han postulado entre julio y diciembre de 2017 para seguir sus estudios allí. Entonces, si tomamos en cuenta que en los próximos siete años se espera un aumento de tres millones de nuevos estudiantes extranjeros, pasando de cinco a ocho millones, deberíamos como país prepararnos para atraer a los mejores estudiantes del mundo. En definitiva, en lugar de discutir cuánto cobrarles, deberíamos pensar cómo transformar nuestras universidades en instituciones más cosmopolitas y con capacidad para reclutar a los mejores alumnos, independientemente del país del que provengan. ¿Que el idioma es una barrera? Pues seamos imaginativos. Un país no crece ni se desarrolla cerrándose al mundo.
Por otro lado, el cobrar por estudiar es algo que de a poco va perdiendo peso en las agendas internacionales. Por ejemplo, desde hace cuatro años Alemania ha quitado todo tipo de arancelamiento de sus universidades públicas para estudiantes de la Comunidad Europea. Lo mismo ocurre en las universidades públicas de Austria, Finlandia y Dinamarca, por ejemplo. Asimismo, desde el año pasado el estado de Nueva York ha eliminado los aranceles para casi la mitad de sus estudiantes en instituciones públicas. Es cierto, solo a los locales, pero se advierte un cambio de tendencia en un país acostumbrado a cobrar literalmente todo. De cualquier manera, en las escuelas de posgrado, ya sea en los programas de maestría y doctorado, pocos estudiantes extranjeros pagan por estudiar en los Estados Unidos.
Ahora, y con el objetivo de pensar políticas alternativas en cuanto al cobro, países como Australia o Inglaterra presentan la opción del pago postergado luego de que el graduado ingresa al mercado de trabajo. Por otro lado, en Hungría, Rusia y Egipto, por ejemplo, se comienza a pagar si el rendimiento del alumno se encuentra por debajo de un determinado promedio o si demora su graduación por encima del tiempo teórico para recibirse. En definitiva, no se busca el cobro como elemento recaudatorio, sino hacer de la universidad un lugar más eficiente. Ocurre que el mundo ha comprendido que necesitamos más y no menos estudiantes, especialmente cierto para los países que aún buscan industrializarse, y que, en definitiva, todo aquel que completa sus estudios, al volverse más productivo para la sociedad, devuelve con creces la inversión que el Estado ha realizado en su formación. Deberíamos entonces retener a los mejores estudiantes que nos visitan, generando para ello empleos de calidad, sin tener como objetivo principal cobrarles. Así se hizo grande la Argentina de principios del siglo XX.
Pero entonces ¿cuál sería el mayor problema? Ocurre que la universidad nacional se muestra caótica por deambular sin un rumbo que le permita crecer de manera ordenada y de acuerdo con las necesidades amplias del país. Las molestias no son ni los estudiantes extranjeros ni la educación gratis que les ofrecemos, sino que, al carecer de un proceso serio de selección de ingreso, la universidad termina con clases superpobladas en profesiones no prioritarias para el país mientras otras se muestran escasas de alumnos en carreras necesarias o de alta demanda laboral. Por ejemplo, en 2015 se graduaron 18.865 abogados y 5529 psicólogos, pero solo 349 matemáticos y 113 físicos. Mientras tanto, Japón y los Estados Unidos invierten casi tres puntos de su PBI en investigación y desarrollo, y nosotros solo 0,65. Dicha ecuación, pocos egresados en ciencias básicas y baja inversión en investigación, no nos permitirá soñar con un país desarrollado.
Asimismo, la universidad no debería desbordar sus aulas con alumnos crónicos y de bajo rendimiento, sean argentinos o provenientes de cualquier lugar del mundo. Tomemos en cuenta que casi el 50% de los estudiantes en las universidades nacionales termina el año habiendo aprobado solo una o ninguna materia.
En definitiva, la Argentina debe mantener sus instituciones públicas abiertas a todo alumno internacional que demuestre compromiso y esfuerzo, ya que la gratuidad, sin importar de qué manera se la mire, ni siquiera forma parte del problema.
Profesor full time de la Universidad Di Tella. Especialista en Educación