El problema no es solo la economía
No es nuevo, tampoco sorprendente, y genera reacciones acompañadas de poses que simulan republicanismo. Es decir: es negativo cuando lo hacen quienes se oponen a nosotros, pero está justificado cuando proviene de nuestra propia factura. Forma parte de nuestra cultura política que, entre otras particularidades, cree que llegar a acuerdos es una manifestación de debilidad y falta de liderazgo. Gobernar por decreto o bajo su amenaza, justificando el modo por urgencias, crisis u otras razones, es parte de nuestro sello costumbrista, un resabio monárquico implantado en nuestra vida pública.
Ya en el siglo XIX, como gobernador de la provincia de Buenos Aires y encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina, Juan M. de Rosas reunió la suma del poder público y las facultades extraordinarias por delegación de la Legislatura bonaerense. El suyo es un ejemplo que sobresale, pero que luego cada uno de quienes ejercieron la primera magistratura imitó con mayor o menor intensidad. Siempre buscando la complicidad del Parlamento, que demostró y demuestra falta de principios en esta materia. Abocado, en esas coyunturas, a la búsqueda de antecedentes que expliquen su malabarismo constitucional.
Es cierta la simpatía vernácula por el caudillismo y su arraigo en la manera de hacer política de la dirigencia local. Nos equivocamos al ver solo feudos en el interior del país, amén de un pésimo uso de un término que corresponde a la Europa del medioevo. Comunas y gobernaciones del más variado tinte político se aferran al poder y lo dejan en herencia a familiares y seguidores fieles. Esto ocurre en distritos pobres y ricos, no es propio de una ideología o región del país, es producto de un paternalismo anticuado y corrompible, que no nos cansamos de avalar.
Parece que nos gustan los mandones que resuelven por nosotros y que nos evitan transitar los grises, cambiantes, contradictorios y ricos caminos del diálogo. Nos resulta fácil ceder nuestro poder deliberativo en pos de tomar velocidad en las decisiones porque nos parece que perdemos resolución y eficacia si no lo hacemos. La división de poderes la defendemos para atacar al otro grupo político que tenemos enfrente y contrarrestar sus arrebatos autoritarios, pero la debilitamos e infringimos cuando nos toca gobernar, justificándonos en nuestras razones, siempre mejores que las de los otros. Practicamos un juego de parecidos, no de diferentes.
No somos republicanos y las instituciones molestan cuando no avalan los proyectos mayoritarios, olvidando que estos siempre son circunstanciales. Las instituciones son corruptas, son ineficaces, son anticuadas, están llenas de ineptos, no entienden el cambio de época si y solo si no acompañan los deseos de quienes gobiernan.
Entonces el problema no es solo económico, es de cultura política. La trampa está en creer que bajando la inflación y retomando el sendero de crecimiento el país se comienza a arreglar. El económico es un aspecto importante, pero para nada suficiente, dado que la amenaza arbitraria sigue presente, el desdén caudillista sigue vivo y el menosprecio por las instituciones sigue horadando nuestra democracia.
El decreto está allí, dispuesto a torcer la voluntad popular o a seguir sus deseos, a cambiar todo o una parte por medio de un acto administrativo. Dispuesto a romper la división de poderes y a mano de gobernantes de cualquier signo, carentes de deseos de autolimitación y sin que nadie les ponga freno. Tan lejos de la república como cerca del autoritarismo.