El principito tenía razón
Es uno de los libros más sabios que he leído. Sin embargo, supongo que por su título, por sus acuarelas y por su estilo literario, muchos creen que se trata de una obrita infantil (nótese el diminutivo). Fue una de las genialidades de Antoine de Saint-Exupéry. Arropar una profunda reflexión sobre la naturaleza humana con un formato inocente. Debo decir, haciéndome eco de una antigua línea de pensamiento, que tal vez no exista nada más poderoso que la inocencia.
"Lo esencial es invisible a los ojos" es, por lejos, la máxima más conocida de El principito. Máxima tan cierta como débilmente honrada. Es verdad que somos una especie visual, pero hemos abusado de esa condición hasta la segregación, la intolerancia y el homicidio. Vivimos en un mundo de cáscaras y prejuicios.
Pero consideremos la sentencia de El principito desde otra perspectiva. No intentemos todavía ver con el corazón; parece que no nos sale muy bien. Hagamos la prueba de ver con los ojos. ¿Qué tan buenos somos en eso? ¿Y qué tan buenos somos con los demás sentidos?
Pésimos, sinceramente. De todo lo que prolifera alrededor percibimos solamente un eco lejano y asordinado. Estamos sumergidos en ondas de radio, luz infrarroja y radiación ultravioleta; no las vemos. Nos bañan moléculas que al perro de la casa le harán saber con la precisión del arquero zen dónde cayó una miguita que estuvo en contacto con el jamón crudo de nuestro sándwich; por contraste, tenemos las narices de adorno. Nos rodea una sinfonía catedralicia de sonidos interminables, y entre todos esos que no oímos, uno, uno solo, fugaz y quieto, induce al circunspecto gato a mover una oreja hacia el oeste.
Llamamos realidad a eso que apenas somos capaces de percibir, y la estimamos en la medida de nuestros lentos sentidos. El tacto tal vez sea el menos miope, pero, al parecer -y no quiero sonar platónico, porque no lo soy-, la realidad es algo que casi no vemos, olemos apenas y oímos casi nada. Por desgracia, tomamos decisiones basados en semejante fantasmagoría.
Me consultaba una amiga sobre su gato, que ha ido creciendo cada vez más agresivo.
-Es el rock -le dije.
-¿Cómo el rock?
-A vos te gusta el rock, y lo ponés fuerte. Como debe ser. Pero los gatos tienen uno de los oídos más sensibles de todos los mamíferos. Pueden captar hasta el ultrasonido. Su mundo no es tu mundo. Para vos es rock. Para él es una tortura. Además, seguramente le gritás cuando te muerde. No sirve gritarle a un gato. No sirve para nada. Solo aumenta su calvario y lo vuelve más agresivo.
Me hizo caso y, con el tiempo, el pobre felino se pacificó.
No notamos la rotación terrestre ni la mudanza de los polos magnéticos. El mar, masivo y paciente, advierte la atracción gravitatoria de la Luna; nosotros, no. Tampoco vemos el calor. Ni oímos el frío.
Jorge García González, presidente del Consejo del Centro de Investigación de Agroindustria del INTA en Castelar, me hizo llegar en octubre su último libro, El comportamiento y la inteligencia de las plantas. Explica allí, de una forma preciosa, los complejísimos mecanismos que emplean los vegetales para alimentarse, defenderse, comunicarse e, incluso, para cooperar con otros ejemplares de su especie. El simple germinar es una epopeya de sentidos que nos son por completo ajenos. Nada sabemos de ese mundo silencioso (bueno, no tan silencioso, como apunta García González). Vemos lechugas, pinos, rosas románticas, tréboles afortunados. Su relojería no atraviesa los muros de nuestra basta percepción.
No es menos cierto que las artes y las ciencias se han ocupado de atravesar esos muros y que de las innumerables maravillas del mundo somos la más maravillosa, como quiso Sófocles. Pero seguimos juzgando con los ojos, no con el corazón, y ya ven que no sirven ni para lo más elemental. Mucho menos para lo esencial. Antoine tenía razón.