El primer poeta argentino
Se lo tiene por el primer poeta argentino; es, en todo caso, el más antiguo de los nacidos en este país que nos dejó testimonio de haberlo sido: cuatro siglos se cumplen el 25 de este mes del nacimiento de Luis de Tejeda, en Córdoba del Tucumán, en Córdoba de la Nueva Andalucía o en Córdoba la Llana, que todavía no era la Docta, pues la casa de Trejo no fue fundada hasta 1613.
Historia muy rara la suya, en la que cada párrafo necesita de una glosa. ¿Tejeda era argentino? ¿Lo era en una época en que el nombre futuro del país estaba encapsulado en una petulante cita humanista, aplicable a un desierto ignoto recorrido por bandas de aventureros desharrapados? Y más allá del rigor cronológico, ¿se le puede llamar "primer poeta" a alguien que en vida sólo alcanzó los halagos de una nombradía de campanario y al que pasados más de dos siglos de su muerte algunos eruditos rescataron del total desconocimiento y lo convirtieron en manjar para sus paladares?
En ambos casos y con entera certeza, la respuesta es asombrosamente afirmativa. En cuanto a lo primero, lo legitiman la desmesura, la exageración, la autocompasión, la introspección amarga que signan los textos que de él nos quedan, en un aproximado avant la lettre de los rasgos tangueros que, con el tiempo, habrían de exaltarnos y humillarnos. Acerca de lo segundo está la evidencia de que cabe entresacar del conjunto de su obra un puñado de versos notables -modosos, cadenciosos, gongorinos-, construidos con una dignidad literaria que luego se ausentaría durante siglos de estas comarcas. Además, tuvo la ventura de poder mencionar las márgenes del "pobre Suquía" con un tono entrañable que no volvería a sonar hasta que tres centurias más tarde se adueñase de los labios de Arturo Capdevila.
Americano, hijo de americanos y nieto de conquistadores, con una porción de sangre aborigen en sus venas, obviamente no era español en sus sentimientos, carencia quizás dolorosa y que acaso haya influido en su talante melancólico, en cierta renuencia esencial a la alegría de vivir. Cuando nació, Córdoba tenía unos 250 vecinos blancos más algunas indiadas; cuando murió, en 1680, esa cifra pudo haberse multiplicado por tres o cuatro. Pero de un modo u otro se trataba de pocas casas y ranchos dispersos entre incipientes estructuras de iglesias y conventos y árboles frutales traídos por el español. En torno, una campaña inmensa y temible a la que enriquecía el trabajo de indios sometidos al régimen de encomiendas, en tanto los amos vivían en pie de guerra, alertados para sofocar las constantes sublevaciones.
Aunque no completó estudios, parece ser que Luis de Tejeda fue alumno excepcional. Conocía bien el latín y se dice que también el griego y el hebreo. A la vez, atiborraban su cabeza la medicina, la filosofía, la teología, la jurisprudencia, la oratoria, las matemáticas y la mitología clásica, y era asimismo experto en dibujo, música y artes de la agricultura. Enumeración tan amplia de saberes movió en su momento a don Ricardo Rojas -inicial descubridor de este poeta- a preguntarse si semejante fama no era simple reflejo de la ingenuidad de los contemporáneos o, para decirlo con mayor precisión, de la índole pueblerina de éstos.
De nuevo -curiosa, increíblemente-, Tejeda pasa la prueba. Es verdad que manejaba con soltura a Duns Scoto y a Pico de la Mirándola y que en su rústico aislamiento protagonizó gallardos atrevimientos con églogas pastoriles y con sutilezas helenistas. Exageraciones admirativas al margen, era, a no dudarlo, un hombre de excelente formación. También era un hombre de cuantiosos bienes en un mundo de estrecheces y frugalidades extremas, dueño de las tierras de Soto, Saldán, Salsacate, Pichanas y Anzacete. Recién llegado a la mocedad casó con una dama principal y bajó a Buenos Aires para intervenir en una guerra que no ocurrió. De regreso, ejerció en Córdoba cargos honrosos y tuvo actuación destacada en las guerras del Valle Calchaquí. A los 58 años, viudo y perseguido por la acusación de haber hecho abuso de autoridad, se retiró a sagrado, es decir, consiguió que se hiciera uso en su favor del derecho de asilo eclesiástico. Primero como hermano lego franciscano y luego como dominico, pasó 18 años a la sombra de rezos y devociones y es tradición que fue durante esa etapa que escribió todas sus obras, dato que no hay por qué rechazar si bien resulta difícil imaginar que alguien se improvise poeta en plena vejez.
Es más: los culteranos versos que de él quedan transmiten -no obstante la adscripción religiosa de todos ellos, aunque en verdad contradiciéndola- cierto muy notorio aire de queja juvenil, detalle significativo o no, según se quiera, pues a los efectos simbólicos el poeta es siempre joven, está inmerso en juventud perpetua, y todo indica que ese cordobés leído fue el primero entre nosotros al que le tocó en suerte poseer ese don indescifrable.
En todo caso, vale la sustancia, que, en este caso, es lo mismo que la anécdota o la moraleja: "Mientras canto y mientas lloro [dice Tejeda] / y entre memorias pasadas / refiero agravios presentes? // Para cantarlos me siento / sobre la arenosa falda / deste humilde y pobre río / que murmura a sus espaldas". "El humilde y pobre río" es el río Primero, el Suquía, el San Juan de los conquistadores. Es cierto: no gran cosa como río, pero véase que Tejeda se solaza en rebajarlo.
Es una actitud. Al describir un festejo público dice: "De moros y de cristianos / los cuadros, con variedad / de flores, cuadrillas varias / tratando están de imitar". Es decir, ni siquiera imitan: tratan de imitar. Y enseguida se queja "de haber pintado mal" esa fiesta.
También en su cuenta hay que anotar algunos sonetos memorables, como aquel que dedicó a Santa Rosa de Lima iniciado con el impecable y alado endecasílabo "Nace en provincia verde y espinosa". Y también la extraña caracterización de Córdoba como Babilonia: "La ciudad de Babilonia, / aquella confusa patria, / encanto de mi sentido, / laberinto de mi alma."
Babilonia aldeana en la que reinaba el pecado, cáliz nefando en el que el poeta habría bebido hasta las heces. Porque Tejeda se consideraba un gran pecador. Un gran pecador no en la trágica acepción posible, sino en la muy reducida de las faltas que se confiesan y se perdonan. Exageraba ridículamente con la ciudad y tal vez también con su vida, pues todo lo que nos ha llegado es que en su juventud "se entretuvo con amores livianos". Es curioso, pero hasta personajes de la literatura han hablado de libertinaje y de "corrupción de las costumbres" para caratular al pobre Tejeda, que en el peor de los casos no debió haber sido sino otro mujeriego más en la febril alborada de la América criolla.
Una fruslería, pero importante para el destino del poeta: él se sentía culpable e indigno de perdón. Debe ser esa arbitrariedad del corazón la que hace que hoy lo recordemos. © LA NACION