El primer error es creer que tenemos tiempo
Todas las dimensiones en las que existimos son un misterio. Pero ninguna más misteriosa que el tiempo.
El espacio nos parece más franco, tal vez por ese sesgo tan humano de que aquello que controlamos nos resulta más familiar. Suele ser al revés, pero, fuera de eso, el espacio también es un enigma, y habita en los cimientos de la filosofía desde siempre. ¿Por qué hay algo y no la nada? Parece una pavada, hasta que te lo ponés a pensar. Seguiremos dándole vueltas, pero para que haya algo primero debe haber espacio. El tópos originario. El donde.
La realidad es misteriosa, si me lo preguntan, y su escala trasciende cualquier hipérbole que la mente humana pueda figurarse; la propia mente, nuestro universo interior, eso que sentimos que somos es también un rompecabezas de incógnitas. Mirá esto.
Un equipo de investigadores de la Universidad de Harvard y Google acaba de publicar en la revista Science un estudio detallado de un fragmento del cerebro humano. La muestra tiene el tamaño de un grano de arroz y sin embargo contiene 57.000 células y 150 millones de sinapsis (las sinapsis son las conexiones entre las neuronas). Les llevó 11 meses de trabajo, la ayuda de inteligencia artificial, y ese grano de arroz de materia gris arrojó 1,4 petabytes de información; eso es un uno seguido de 15 ceros.
Así que en cualquier dirección donde miremos, sobre todo si en el camino nos encontramos con un espejo, chocaremos con interrogantes. El tiempo es, por donde lo mires, el más opaco. Solo podemos medirlo, y nada más. Igual que ocurre con el espacio, somos incapaces de fabricar tiempo. Pero además nos resulta imposible trasladarnos en esta coordenada; mucho menos cambiar su transcurrir, que es a la vez implacable e ilusorio. ¿Acaso pasa el tiempo? No podríamos probarlo, si nos viéramos obligados. Sentimos que pasa. Hay signos de que estamos a las puertas del invierno, y ayer nomás en ese jardín que ahora amarillea se respiraba el verano puro de enero. Pero solo son nombres y números para no extraviarnos en un laberinto que sabe a infinito.
Eso sí, fieles a nuestro estilo, cometemos el único error del que podríamos estar a salvo en este viaje sin pausas: creemos que tenemos tiempo.
Cuidado. No hablo de perder el tiempo, que es un arte y una forma de desafiar la finitud. Me refiero a creer que ya va a llegar el momento oportuno para hacer esto o aquello. No importa qué. Cometemos el sacrilegio de confiar en que la ocasión nos será propicia, que se darán las condiciones, que habrá llegado por fin el día. Para eso dejamos pasar el tiempo, que disfrazamos de circunstancia, y aguardamos, ciegos, el momento adecuado.
Por si quieren tomar nota, no hay nada ni remotamente parecido a eso en el mundo real, en los hechos. La existencia es, fue y va a seguir siendo en vivo, sin ensayo, sin aviso ni preaviso, como mejor salga y a los ponchazos. No solo porque la vida es antes que nada impredecible, sino porque es casi blasfemo esperar a que se cumplan ciertos requisitos para empezar a estudiar teatro, darle un abrazo a tu viejo, escribir esos versos desquiciados, fundar una compañía o ponerte a aprender –¡era hora!– a tocar el piano. No solo porque no va a pasar (por supuesto que no va a pasar, por supuesto que nunca se van a alinear los planetas), sino porque desear y aguardar trae desgracia. Lo dijo bien el poeta Blake: “He who desires but acts not breeds pestilence”. Esa desgracia se llama estancamiento.
Así que no esperes. Esperar vientos propicios es también una forma de actuar. Como el que calla y por lo tanto otorga. No esperes. Si querés hacer un curso de cocina, empezalo hoy. O el de destilados. O el taller de cerámica. Esta semana, máximo. Porque todo aplazo se basa en una alucinación. Que tenemos tiempo. Y es exactamente al revés. El tiempo nos tiene a nosotros.