El Presidente posterga su honor y elige reparar su falta con dinero
“Si lo entienden por las buenas, me encanta. Si no, me han dado el poder para que lo entiendan por las malas. Y en la democracia entenderla por las malas es que terminen frente a un juez explicado lo que hicieron. Y cuando a uno le queda el registro de condenado, después no lloren. Al que viola la cuarentena le va a caer todo el peso de la ley”, decía un encendido presidente Alberto Fernández en una entrevista televisiva meses antes de organizar el cumpleaños de su pareja en la Quinta de Olivos, lo que se conoció como el OlivosGate, incumpliendo la norma creada para controlar el tránsito comunitario.
Era común escuchar al Presidente tratar de “idiotas e irresponsables” a aquellos ciudadanos que no cumplían con las reglas impuestas por él mismo a través de un DNU, pero con el correr de los días fue el propio presidente quien se arropó con ese comportamiento “idiota e irresponsable”, según sus propias palabras. Si nos aferramos a sus dichos y a su propia autoridad que aún mantiene quien sigue siendo Presidente, tal cual lo decía en tono amenazante hacia terceros, ciudadanos de a pie que debían respetar su autoridad, hoy debería terminar frente a un juez explicando por qué lo hizo y no llorar o intentar esquivar quedar incluido en el registro de condenados, como según él mismo anticipó.
Nada de esto ocurrió hasta ahora, la primera reacción fue mentir, negar los hechos, luego aceptarlos culpando a su pareja para, finalmente, intentar salirse de la causa judicial con dinero, como si alguna suma monetaria alcanzara a reparar el daño moral que generó en decenas de miles de personas que no pudieron despedir a un ser querido, ni abrazarlos, no pudieron trabajar, ni visitar a un familiar que lo necesitaba, todo eso mientras en Olivos se celebraban cumpleaños y todo el equipo de make up de la Primera Dama entraba y salía con displicencia de la residencia presidencial y hasta el adiestrador del simpático Dylan podía cumplir con su labor, mientras millones de chicos no podían concurrir a la escuela. La indignación de la mayoría de la sociedad contra el Presidente no solo es comprensible, sino que hasta parece demasiado adormecida. Dadas las circunstancias, donde se contraponen la verba encendida y tirana del presidente para enseñarnos a vivir bajo las reglas que el dictaba con el fin de resguardar la salud colectiva y el bienestar general con sus gestos cotidianos y comportamiento, el repudio pudo ser mayor.
Hay una causa judicial abierta. Cuando se conoció la celebración del cumpleaños de Fabiola Yañez el Presidente, su pareja y sus invitados, fueron denunciados ante la justicia. Una causa que esta semana tuvo un avance en favor de los intereses de Fernández: el fiscal de San Isidro Fernando Domínguez aceptó las ofertas del Presidente y de la primera dama, Fabiola Yañez, para cerrar la causa contra ambos por violación de la cuarentena por el festejo de un cumpleaños a cambio de un total de tres millones de pesos. Alberto Fernández ofreció $1.600.000 y Yañez, $1.400.000. Ahora la decisión final la tiene el Juez Lino Mirabelli que debe homologar el acuerdo o rechazarlo por considerarlo arbitrario o ilegal.
El Presidente elige así enfrentar a la justicia ofreciendo dinero para corregir su falta. Fernández suele ponderar su honor, de hecho, demandó a opositores cuando entiende que lo mancillan. También cotiza su honor 62,5 veces más caro que su delito, por 100 millones de pesos demanda a Patricia Bullrich que puso en duda la negociación por las vacunas Pfizer, contra $1.600.000 con el que pretende eximirse de la causa. Pero lo más grave es que a Alberto Fernández no le bastó no cumplir con las normas creadas para todos, sino que ahora tampoco cumple con ninguna de las premisas con las que nos decía debían hacerlo aquellos “idiotas e irresponsables” cuando deberían comparecer frente a un tribunal.
Su actitud tampoco guarda respeto por las 200 denuncias por violaciones a los DDHH cometidas por fuerzas de seguridad provinciales durante la pandemia, que abusaron de ese poder otorgado por su gobierno, cometiendo excesos que llevaron a cometer crímenes aún irresueltos, como los de Luis Espinoza y Walter Nadal en Tucumán, Mauro Coronel y Franco Isorni en Santiago del Estero, Facudo Castro y Sebastián Lagraña en la provincia de Buenos Aires, Florencia Magalí Morales y Franco Maranguello en San Luis, los chicos Quom violentados y vejados por la policía chaqueña en Fontana, Chaco, la nena de 10 años Erika Peñaloza Luque, que fue detenida y esposada por no usar barbijo en una comisaría de Santiago del Estero, todos casos registrados en distintos informes presentados los diputados Fernando Iglesias y Omar Manzi a los que podemos agregar las denuncias e informes de la Comisión Interamericana de DDHH, de Human Rights Watch, de los Centros de Salud Pública y Derechos Humanos y de Salud Humanitaria de la Universidad Johns Hopkins y de Amnistía Internacional, sobre las violaciones a los derechos humanos y civiles en la provincia de Formosa. Además, Amnistía recopiló más de 30 casos de violencia institucional y uso excesivo de la fuerza en el país durante la cuarentena. Todos estos hechos trágicos no se arreglan con dinero.
Los argentinos estamos acostumbrados a los cambios de posiciones y de opinión de parte del Presidente. Es tan cambiante que incluso llega a quedar expuesto en el plano internacional, donde es difícil tomárselo en serio. Pero al presidente Fernández lo evaluará la sociedad con su voto, su gestión se plebiscitará el próximo año y allí quedará expuesta su valoración en la sanción popular. Pero en este caso su prosa errática es más dolosa, porque más allá de lo que decida el Juez, todo lo ocurrido nos obliga a reflexionar sobre la catadura moral, no de la gestión del Presidente, sino de Alberto Fernández persona. Porque la justicia podrá eximir al Presidente de su culpa y responsabilidad a cambio de una caución monetaria, pero es la sociedad la que debe recordar los pobres valores que contenían sus palabras, la actitud pedante y sobradora de quien abusó de su autoridad para vivir de un modo privilegiado, mientras imponía con el dedo levantado normas restrictivas a la sociedad, normas que él mismo demostró descreer de su posible éxito y que no eran ni tan importantes ni tan determinantes para sobrellevar de mejor manera y de modo más cuidadoso la pandemia.
De lo contrario, las hubiese cumplido.