El presidente Milei enfrenta su propia encrucijada histórica
Hasta las próximas elecciones podremos evaluar si asistimos a la parodia de otra aventura regeneracionista (una más de la decena de “revoluciones” y “modelos” que se han sucedido desde hace casi cien años) o al punto de partida de algo diferente
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La Argentina asiste a los estertores de la hecatombe política legada por el último proceso electoral. A la manera de un estallido estelar, está sumida en la confusión; y los interrogantes superan los convencimientos. Pero dista de ser una novedad: se registran varias secuencias semejantes a lo largo del siglo XX. Repasémoslas brevemente.
Sin líderes de fuste como los por entonces recientemente fallecidos Roque Sáenz Peña o Julio Roca, la victoria radical de 1916 pulverizó el heteróclito espectro de las fuerzas conservadoras que habían gobernado durante los cuarenta años anteriores. El golpe militar de 1943 fue posible merced a la incapacidad de los dirigentes liberales –particularmente Justo y Alvear– de devolverle al régimen legitimidad evitando el ascenso de los nacionalistas. En 1957, los partidos antiperonistas, sobre todo el radicalismo, estallaron uno tras otro poniendo en jaque la posibilidad de la restauración de la república democrática y liberal. Su consecuencia, la Revolución Argentina, explotó, a su vez, luego del Cordobazo, de 1969, para terminar devolviéndole el poder a un peronismo caotizado.
Con más sordina, otro tanto ocurrió con el Proceso de Reorganización Nacional a principios de los 80. De ahí que, la tras el fracaso de la Operación Malvinas, hubo que acelerar la salida democrática para evitar que el país se sumiera en el caos de una ruptura transversal del sistema de mandos militares. Pocos meses antes de su fulgurante victoria, que le asestó al peronismo su primera derrota electoral sin proscripciones, Raúl Alfonsín era –pese a su prolongada militancia radical– un desconocido para buena parte de la ciudadanía. Casi veinte años más tarde, el sistema de alternancias entre dos grandes partidos fundado en 1983 fue devorado por la vorágine económica y social de diciembre de 2001.
Las dos coaliciones surgidas de esa crisis exhibieron capacidades inversamente proporcionales de ganar elecciones y ofrecerle al país un horizonte de progreso. Y eso pese a que la coyuntura mundial de su primera década le ofreció una de las posibilidades más sólidas de resolver sus traumas macroeconómicos y sociales congénitos. Como corolario, un outsider sin estructura partidaria ni apoyaturas territoriales terminó derrotándolas bajo el rótulo potente de “la casta”, una metáfora de la “ley de hierro de las oligarquías” de Robert Mitchel.
El presidente Milei es un brillante economista aunque imbuido de una concepción utópica: el “anarcocapitalismo”. Una identidad que tienta a suponerlo un dogmático. Sin embargo, un seguimiento menos prejuicioso de su gestión permite vislumbrarlo como un liberal clásico que confronta con la realidad aunque, a su manera, termina negociando con ella. “El Loco” no lo es tanto, y sus torpezas aparentes insinúan una astucia política insospechada y original. Su conservadorismo cultural –no exento de vistosidades histriónicas y de un misticismo ecumenista tampoco inédito en nuestra historia política– lo apresta a dar batalla sin miramientos al dogmatismo seudoprogresista condensado por el kirchnerismo. Pero su batalla cultural está teñida por su mirada profesional. E incuba el riesgo de percepciones demasiado sesgadas como la militar en Perón, la ingenieril en Justo y Macri, o la política en Alfonsín.
Ha obtenido apoyos en sectores reclutados en toda la pirámide social, y desconfía de las instituciones republicanas contradiciendo un pilar del ideario liberal. No es cierto que carezca de un programa: se lo reserva hasta luego de “cruzar el Rubicón” otoñal. Sus objetivos básicos son aquellos que, nuevamente, le dicta su oficio: acabar de una vez y para siempre con las lacras del déficit fiscal, la inflación concomitante y las restricciones de una economía chica y cerrada, que vuelve a ser atractiva para el mundo.
Pero aunque se resista a percibirlo, las tres son de carácter menos económico que político. Apelan al marasmo institucional acumulado durante décadas fuente de privilegios y prebendas que cimientan nuestra decadencia. Y que requieren ser abordados por los órganos establecidos por la Constitución nacional, mentada por su gran referente histórico: Juan Bautista Alberdi. Es el protagonista primigenio de un nuevo sistema político en ciernes que se aviene a sustituir al fallido entre 2002 y 2023; aunque está lejos de definir todavía un mapa de contornos precisos.
Además, sin proponérselo, está capitalizando a su favor la archipielaguización del viejo orden: rompió el inconsistente JxC, y está horadando al propio partido radical. El peronismo persiste abroquelado aunque sin conducción, y mellado por la catástrofe del último experimento kirchnerista. Pero su estilo incuba la tentación de reeditar un trastorno gestado en nuestras más fornidas traiciones democráticas bien representadas por Yrigoyen y Perón: el plebiscitarismo de sintonías autoritarias variables, ya no expresado en calles y plazas multitudinarias sino en el denso mundo relacional de las redes sociales.
Durante las últimas semanas exhibe indicios que parecen insinuar un aprendizaje: convertirse en un líder político capaz de convencer y negociar; aunque sin claudicar en sus objetivos macroeconómicos. Porque estos, por lo demás, solo serán robustos en el largo plazo si sus estribaciones fiscales, laborales, previsionales –que deberán ser acompañadas por otras no menores, como la educativa y la social– se fundan en consensos capaces de sobrevivir a las vicisitudes coyunturales de una administración. Solo así se generará la confianza indispensable para las inversiones que nos puedan sacar de la ciénaga, sin repetir los experimentos fallidos de los 60 y los 90.
La historia, en ese sentido, nos juega en contra, y sería bueno que Milei contribuyera a demostrar que lo suyo no es solo el resultado de su genialidad o de una coyuntura fortuita, sino que encara un conjunto de corrientes socioculturales aún indescifrables, pero que, bien articuladas, podrían ofrecer resultados indiscernibles de aquellos a los que suele apelar con frecuencia: la Organización Nacional y el régimen de notables entre 1880 y el Centenario. Una república, por lo demás, requiere de pluralismo, aunque asentado en una losa de convicciones que deben salir de la agenda política, como bien lo enumeran los puntos de los enunciados “Pactos de Mayo”.
La política argentina transita por un tembladeral de reposicionamientos vertiginosos, que no hay día que no arrojen su cuota de perplejidad. Todo empezó a raíz de los asombrosos resultados de los comicios del año pasado. La montaña rusa aún no ha llegado al final de su juego. Pero, por ahora, el presidente Milei preserva el sitio central que le confiere su notable popularidad en medio de las restricciones que anticipó sin reparos durante su campaña; ha trascendido nuestras fronteras y empieza a ser contemplado en el nivel internacional. Tampoco nada novedoso, pero algo que, sin duda, ofrece una nueva oportunidad. De hoy a las próximas elecciones podremos evaluar si asistimos a la parodia de otra aventura regeneracionista –una más de la decena de “revoluciones” y “modelos” que se han sucedido desde hace casi cien años– o al punto de partida de algo diferente. Por ahora, solo nos queda seguir navegando en medio de la bruma sin saber si nos aguarda una tormenta o los vestigios de los primeros rayos de sol.
Miembro del Club Político Argentino y de Profesores Republicanos