El presidente después de 1994
La reforma constitucional de 1994 nos enfrenta a paradojas. De la buscada “atenuación del presidencialismo” de aquella época, se encuentra un presidencialismo reforzado; y del aparentemente buscado aumento de competencias del Congreso, nos encontramos con una delegación de su capacidad de legislar.
Con la creación de un régimen hipotéticamente semipresidencial, se agregaron a las funciones presidenciales las provenientes de un primer ministro parlamentario. La “atenuación” buscada atenuó la estricta división de poderes de la Constitución del 1853/60 y se la acercó a la confusión de poderes del parlamentarismo.
Inclusive, en la jerga periodística de utiliza incorrectamente desde tiempo inmemorial la expresión “parlamento” –”cronistas parlamentarios”, etc-, en lugar de la correcta de Congreso. Se estableció una característica del parlamentarismo, donde los legisladores delegan la legislación general en el gobierno y se concentran en las normas presupuestarias y en el control político.
Vemos en nuestra Constitución normas sobre decretos legislativos, llamados de “necesidad y urgencia”, con comisiones bicamerales permanentes para su rápida aprobación y delegaciones legislativas amplias hacia un Poder Ejecutivo unitario. Es decir, no las delegaciones legislativas por agencia propias de la división de poderes.
En el sistema parlamentario el gobierno encabezado por el primer ministro es responsable ante el Parlamento, y “el gobierno determina y conduce la política de la nación. El dispone de la administración y de la fuerza armada”, dice la Constitución francesa. En ella el presidente es un poder moderador o neutro: “El Presidente de la República vela por el cumplimiento de la Constitución. Garantiza, a través de su arbitraje, el funcionamiento regular de los poderes públicos, así como la continuidad del Estado”.
Esta doctrina del jefe de Estado como poder moderador o neutro frente a las facciones políticas del Parlamento tiene su origen en ideas expuestas por Benjamin Constant en 1814. Después de la reforma de 1994 la definición de las funciones del presidente de la Nación toma elementos del presidencialismo tradicional y también del parlamentarismo: es el jefe supremo de la Nación, jefe del gobierno y responsable político de la administración general del país. Unifica las funciones de un jefe de Estado y de gobierno y jefe político de la administración.
Más adelante, la Constitución reformada en 1994 admite los decretos legislativos, indicando el procedimiento para su conocimiento por el Congreso con la presentación por el jefe de Gabinete y el tratamiento por una comisión bicameral permanente. En la práctica posterior este procedimiento fue obviado y la legislación general se realizó directamente a través de decretos. En cuanto a la delegación legislativa el lenguaje es también equívoco. Se prohíbe, pero se permite: se prohíbe la delegación legislativa en el Poder Ejecutivo, salvo en materias determinadas de administración o de emergencia pública.
En suma, es además árbitro y moderador de las pasiones parlamentarias. No es necesario ocuparse de las numerosas controversias y distinciones de derecho luego de la reforma de 1994 para llegar a la comprobación simple de que desde hace ya décadas existe una práctica constante, sustentada por una firma convicción jurídica para la vigencia de los decretos de contenido legislativo, con más de mil decretos dictados en su inmensa mayoría sin la aprobación y, sí, con la aquiescencia del Congreso.
La elección directa del Presidente y su consolidación mayoritaria en función de la segunda vuelta le conceden una legitimidad democrática superior a la del sistema indirecto tradicional, aunque se consiguiera una mayoría amplia en aquellas juntas electorales del pasado. Recordemos el caso de Arturo Illia, considerado un presidente “minoritario” aunque había obtenido por acuerdos interpartidarios o por decisiones espontáneas una mayoría amplia en el Colegio Eectoral.
El nuevo sistema electoral consolida el liderazgo presidencial al mismo tiempo de introducir la posibilidad de una reelección y siguiendo su ejemplo la gran mayoría de las provincias la han adoptado, quebrando así la única verdadera limitación al poder político.
Lo inesperado de la reforma es que quienes la apoyaron pensaban, como los peronistas, en el fortalecimiento de su facción política, por las características de partido mayoritario y la tradicional hegemonía ejercida en el Senado, al punto de que entre 1946 y 1955, en los dos primeros gobiernos de Juan Perón no hubo un solo senador por la oposición. Ahora, con el amplio cambio registrado recientemente buscan una lectura estricta de algunos textos constitucionales y diferente de la propugnada y aceptada en las últimas décadas.
Profesor emérito de la UBA; académico de Ciencias Morales y Políticas