El presidente Alberto Fernández reabre grietas en vez de cerrarlas
No puede menos que sorprender que, durante el acto central por los 75 años del nacimiento del peronismo, Alberto Fernández, parafraseando al gobernador pampeano, Sergio Ziliotto, haya expresado: "Menos mal que el peronismo está gobernando la Argentina en este momento". Más allá del sectarismo y la soberbia que destila la frase, esta llama la atención en momentos en que la Argentina es hoy señalada en el mundo entre los peores ejemplos en la lucha contra la pandemia de coronavirus.
Las cifras hablan por sí solas: la Argentina viene liderando con amplitud en las últimas semanas el ranking diario de muertes por cada millón de habitantes y, con su número parcial de 600 fallecidos por cada millón, se ubica ya en el puesto 15: ha superado así a la emblemática Suecia (581), y se acerca cada vez más a Italia (606), a México (683) y a los Estados Unidos (688). En la región, aún está lejos de Ecuador (725), Chile (730), Brasil (736), Bolivia (747) y Perú (1055). Pero su número de testeos, de 52.000 por millón de habitantes, es extremadamente bajo en comparación con la mayoría de los países, al tiempo que su número de contagios acaba de superar el millón –se estima que podría ser seis veces mayor– y la ubica en el sexto puesto a nivel mundial, detrás de los Estados Unidos, India, Brasil, Rusia y España.
Es cierto que la mayor parte del mundo ha fracasado en el combate contra el Covid-19. El problema de la Argentina, y del gobierno de Alberto Fernández en particular, es que las autoridades nacionales se han jactado durante demasiado tiempo acerca de un supuesto éxito que, en rigor, terminó siendo una gigantesca frustración. Tanto por el actual número de víctimas que, allá por marzo, al conocerse los primeros casos de coronavirus en el país, nadie en el Gobierno imaginaba, como por las largas medidas de aislamiento social obligatorio que asfixiaron la actividad económica mucho más de lo esperable.
Con todo, la pandemia y la herencia de Mauricio Macri seguirán siendo los latiguillos de la estrategia comunicacional del Gobierno para desembarazarse de la responsabilidad que le cabe en la presente crisis socioeconómica, la más grave desde la iniciada hacia fines de 2001.
Como en toda estrategia política enfocada en la comunicación, abundan las exageraciones. Desde que en junio compartió una charla con Lula da Silva, el presidente Fernández no se cansa de repetir que el coronavirus "ha destruido al sistema capitalista tal como lo conocimos", algo sobre lo que no hay mayores certezas. Es probable que con esas apreciaciones más que controvertidas, el jefe del Estado argentino busque ocultar detrás de la globalización su responsabilidad, como también llegar al corazón de quienes todavía se emocionan escuchando los acordes de la vieja marcha partidaria que llama a "combatir al capital".
El mensaje de Alberto Fernández en el acto por el 17 de octubre llevado a cabo en la sede de la CGT tuvo un condimento parecido. Apuntó a encontrar en la mística del peronismo una fórmula para legitimar un poder que los resultados de su gestión no ayudan por ahora a consolidar.
La caravana de automóviles en la zona céntrica y en los alrededores de la Plaza de Mayo potenció la idea de que a un gobierno –y mucho menos si es peronista– no se le puede ganar la calle, una idea presente en Néstor Kirchner desde el inicio de su presidencia y que seguramente le transmitió a su entonces jefe de Gabinete.
Lo cierto es que, en su mensaje por el día de la lealtad, el primer mandatario habló más como supuesto líder de una fracción política que como presidente de todos los argentinos. Pudo haber sido el lanzamiento implícito para su consagración como titular del Partido Justicialista, algo que se produciría el 20 de diciembre, con el apoyo ya asegurado de buena parte del sindicalismo y de los gobernadores provinciales peronistas.
Dado que la idea de forjar el albertismo no parece una aventura factible por el momento, la propuesta de reflotar la estructura partidaria puede ser una alternativa interesante para algunos de sus allegados. Aunque difícilmente sea mucho más que un premio consuelo en función de que, cuando el peronismo está en el Gobierno, nadie recuerda siquiera dónde queda la sede del PJ. Mucho menos, Cristina Kirchner, quien casi siempre se refirió con desdén al partido, al que despectivamente llama "pejotismo".
Pero si en algo se vienen pareciendo cada vez más el Presidente y su vicepresidenta es en un discurso que permanentemente reabre grietas en vez de cerrarlas. Llamó la atención que Alberto Fernández se refiriera el sábado pasado algo más que elípticamente al odio de clase, al tiempo que señalara que los diarios de 1945 "decían más o menos lo mismo que ahora" cuando hablaban del "aluvión zoológico", en alusión a las masas que convergieron en la Plaza de Mayo para apoyar a Juan Domingo Perón aquel 17 de octubre.
Mostró el Presidente una hilacha sectarista que ya había insinuado durante su reciente entrevista con Horacio Verbitsky, en la que afirmó que su gobierno es el último proyecto para que "el conservadorismo" no pueda volver a hacerse cargo de la Argentina "nunca más". Una negación de la alternancia, del pluralismo de ideas y una cachetada al 52% de la ciudadanía que no lo votó.