El precio de la vida humana comienza a pesar sobre nuestro futuro
El dilema planteado por esta cuestión, que prácticamente no existía antes del siglo XX, se convertirá en un tema crucial en los próximos años, a medida que se multipliquen las patologías producidas por los desórdenes climáticos, los riesgos derivados de las nuevas tecnologías y la extrema financiarización de la sociedad moderna
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El famoso narcotraficante colombiano Pablo Escobar afirmaba cínicamente que “toda persona tiene un precio; lo importante es saber cuál es”. En Francia, el valor estadístico de una vida es 3 millones de euros; en Estados Unidos oscila en 10 millones de dólares y en Bangladesh es algo así como 90 veces menos. Esas sumas, sin embargo, no representan el supuesto umbral de resistencia a la corrupción que pretendía determinar Escobar. En un contexto más amplio –político, ético y filosófico–, André Malraux planteaba la misma disyuntiva en otros términos: “Una vida no vale nada, pero nada vale una vida”, postulaba en La condición humana, que inmortalizó la masacre de Shanghai.
El dilema sobre el valor de la vida humana resurgió con extrema crudeza en Occidente a propósito de la guerra en Ucrania, que en 11 meses provocó 80.000 muertos rusos y 40.000 ucranianos, cifra superior al ritmo de pérdidas durante el conflicto de Vietnam en ocho años.
Toda confrontación armada de envergadura pone en evidencia ciertas basuras que han permanecido ocultas debajo de la alfombra. Al margen del aspecto moral y psicológico, las pérdidas de guerra tienen un valor humano y una dimensión estratégica, que son diferentes en cada país, y que en Occidente alcanzan un relieve económico cada vez más importante. El mismo fenómeno opera lejos de los campos de batalla, como se advirtió durante la reciente epidemia de Covid. Visto desde una perspectiva cínica, existen varios métodos para determinar el precio de una vida. Uno de ellos corresponde a la noción de “capital humano” –objeto de numerosas teorías–, que se establece en función de la pérdida sufrida por la sociedad tras el fallecimiento de un individuo: una vez muerto, un ciudadano cesa de trabajar y de consumir, y –por lo tanto– no crea más riquezas para la sociedad. La noción de “capital humano” fue creada hace casi un siglo y se utilizó hasta los años 1990, especialmente en materia de seguridad vial y accidentes de tránsito. Otro método deriva de la “disposición a pagar” que muestra una persona aún viva para “reducir los riesgos de su deceso”. Una fórmula cifrada, conocida como “valor estadístico de una vida” o “valor de una fatalidad evitada”, permite cuantificar el monto de la pérdida. Ese método es el que emplean los gobiernos para definir sus políticas en materia de obras públicas: costo de un puente sobre un paso a nivel, equipamiento electrónico de aproximación aérea para evitar accidentes en un aeropuerto o la obligatoriedad de instalar ciertos materiales de seguridad en un vehículo (como el airbag). Los organismos de seguridad social de Europa y Estados Unidos utilizan la fórmula matemática QALY (quality adjusted life year o año de vida ponderado por la calidad) para estimar el costo de un medicamento capaz de mantener a un paciente en buena salud durante un año. Si el costo es inferior a 50.000 dólares, por lo general la seguridad social reembolsa el medicamento. Si el precio es superior, el paciente debe asumir la diferencia.
Discusiones similares surgen después de cada gran catástrofe, como los atentados de 2001 en Estados Unidos, los accidentes aéreos o el derrumbe del puente Morandi de Génova en 2018. El dilema que plantea el valor de la vida humana, que prácticamente no existía antes del siglo XX, se convertirá en un tema crucial en los próximos años, a medida que se multipliquen y se agudicen las patologías producidas por los desórdenes climáticos, los riesgos derivados de las nuevas tecnologías y la extrema financiarización de la sociedad moderna, que transformó algunas desgracias de la vida en industrias de indemnización hasta monetizar cada acto de la vida… y de la muerte. Una mala praxis puede terminar ante la justicia con procesos que duran varios años. En algunos casos, cuando se trata de casos emblemáticos, las demandas de reparación alcanzan sumas colosales, como los efectos secundarios de ciertos medicamentos (tipo talidomida), que provocaron miles de casos de malformaciones congénitas en Estados Unidos entre los años 1957 y 1963, o los daños colaterales originados por pesticidas u otros productos empleados en la actividad industrial, agrícola o incluso doméstica.
Para evitar los reclamos excesivos de compensación que caracterizan los procesos en materia de salud en Estados Unidos, algunos juristas preconizan utilizar como referencia el valor de un año de vida en lugar de la vida entera porque permite “hacer una evaluación más precisa”, según Jérôme Cosandey, director de investigaciones de política social del think tank Avenir Suisse.
Desde la remota antigüedad, la vida es un producto que tiene valor y, por lo tanto, se cotiza y se negocia en todos los escenarios de la actividad mercante, desde los tribunales judiciales hasta los albañales de la sociedad. En América Latina o en ciertos países asiáticos, un sicario puede aceptar quitarle la vida a un semejante por un puñado de dólares. Ese “trabajo” puede costar al menos 2.000 o 3.000 en Estados Unidos y entre 5.000 y 50.000 euros en Europa. En el extremo opuesto, la misma escala de precios rige cuando se trata de “dar la vida por dinero” a través de una gestación subrogada (vientre de alquiler). Estos ejemplos “tarifarios” no tienen en cuenta, deliberadamente, otros aspectos sórdidos, como la venta de esclavos –que reporta 150 millones de dólares anuales, según estiman la OIT y la ONG Walk Free– y el tráfico de seres humanos, fórmula púdica que se utiliza para hablar de la prostitución de mujeres y niños, cuya actividad alcanza un volumen de 3.200 millones de dólares anuales, según cálculos de la OCDE (Organización de Cooperación y Desarrollo Económico).
En un mundo donde toda actividad humana tiene un precio, el “valor estadístico de una vida” no solo se utiliza para evaluar un deceso, sino que permite “tarifar” otras desgracias. La OCDE fijó el costo de la vida humana –a nivel global– en 150.000 euros y determinó que la reparación de una violación equivale a 15 % de esa suma y una “pequeña violencia” a 2%.
El precio de la vida humana, sin embargo, no se evalúa solo en dinero. En los momentos de gran saturación de los hospitales durante la pandemia de Covid, casi todos los médicos del mundo enfrentaron en algún momento el dilema de privilegiar la atención de los pacientes más jóvenes. Con el argumento implícito de que –supuestamente– eran más útiles a la sociedad, esa drástica selección entrañaba otra forma de aplicar el principio de “valor estadístico de una vida”, es decir ponerle precio a un ser humano en función de su “rentabilidad esperada” o de su valor social. Llevado a un límite extremo, ese razonamiento se podría ilustrar con la figura invertida de la “libra de carne” evocada por Shakespeare en El mercader de Venecia, donde una deuda pecuniaria debe ser pagada con una mutilación física mesurada.
¿Tiene sentido todo este debate? Mirando al futuro, nada parece más pertinente en momentos en que las compañías de seguros reclaman un reajuste global de tarifas y una redefinición de sus criterios de siniestro para enfrentar los costos físicos y materiales que sobrevendrán a medida que se agraven los desórdenes climáticos. Algunas empresas prevén aumentos de hasta 22% en 2023 y reajustes anuales similares. Pero esa mercantilización de la vida humana también podría tener un alcance político esencial. A simple título de ejemplo, Ucrania tiene prácticamente terminado el dossier por daños y perjuicios que le reclamará a Rusia por las destrucciones y los crímenes contra la humanidad cometidos durante la guerra.