El populismo hizo retroceder el debate de ideas para entender y cambiar el país
En la Argentina del siglo XXI seguimos sin acuerdos básicos sobre las prioridades y los instrumentos que hagan viable una estrategia de desarrollo inclusivo
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Habían transcurrido más de dos años con logros evidentes. El plan de estabilización ganaba adeptos en la audiencia académica y sumaba apoyos en la opinión pública. La inflación había sido erradicada de cuajo y la economía estaba en franco crecimiento. Cuestionar la convertibilidad en la primavera de sus días era incursionar en el campo de lo políticamente incorrecto. Rodolfo Terragno, entonces candidato a diputado nacional, lo hizo. Domingo Cavallo, ministro de Economía estrella en el gabinete del entonces presidente Carlos Menem, tomó el guante y planteó un debate que se desarrolló en el programa Tiempo nuevo con la moderación de Bernardo Neustadt.
El choque de ideas abordó temas de coyuntura (nivel de gasto, déficit, financiamiento) y de largo plazo (estrategia cambiaria, productividad sistémica, desarrollo). Terragno aceptó la eficacia inicial del plan de convertibilidad para frenar el proceso de inflación crónico que padecía el país, pero advirtió que el “uno a uno” se podía transformar en un corsé traumático, inhibidor del desarrollo en el largo plazo. Había que flexibilizar el esquema a tiempo, y para eso propuso ligar la evolución del tipo de cambio a una canasta de monedas de socios comerciales que permitiera mantener la competitividad de la producción argentina en un “modelo industrial exportador”. El ministro de Economía subrayó los logros del plan y le auguró larga vida a la convertibilidad del peso a condición de un manejo fiscal prudente y de transformaciones microeconómicas que promovieran ganancias sostenidas en la productividad global del país. Esas ganancias de productividad permitirían salir del “uno a uno” revaluando el peso, no devaluándolo.
El debate se repitió dos años después, cuando los coletazos del “efecto tequila” y la crisis de la economía mexicana hicieron trastabillar las relaciones técnicas que validaban el “uno a uno”. La convertibilidad sobreviviría varios años a aquellos debates y, a dos décadas de su dramático desenlace, todavía se discute la inevitabilidad de su destino y el servicio que prestó al país como instrumento de estabilización.
Hoy añoramos el nivel de aquellos debates de ideas para comprender y cambiar la Argentina. Se dieron en el siglo XX, y en la Argentina del siglo XXI seguimos sin acuerdos básicos sobre las prioridades y los instrumentos que hagan viable una estrategia de desarrollo inclusivo. El estancamiento inflacionario que padecemos tiene su correlato en el estancamiento en el mundo de las ideas, y no es casual: la matriz populista forzó un replanteo de las ideas fundacionales para pensar la Argentina.
En Teoría de la creatividad, el físico español Jorge Wagensberg, desarrolla una teoría de las ideas, asimilando el proceso de selección natural que plantea la teoría evolucionista con el proceso de selección cultural por el cual la revelación, el arte y la ciencia van haciendo evolucionar el mundo del pensamiento. Científico y no filósofo, aporta un análisis que deriva en una taxonomía descriptiva de las ideas que permite distinguir las ideas para “pensar el mundo” de las ideas para “comprender el mundo”, ideas para “cambiar el mundo” e ideas para “vivir en el mundo”. Las ideas para pensar el mundo condicionan la cosmovisión que sirve de referencia a las ideas para estudiarlo y comprenderlo (creencia, religión, filosofía, ciencia); para cambiarlo (tecnología), y para convivir en nuestra interacción con otros seres sociales (costumbres, normas morales, normas jurídicas, instituciones). “Una idea es un principio de conocimiento con cierta probabilidad de acabar con un problema”, afirma Wagensberg, siendo el conocimiento “toda representación de la realidad capaz de transferirse de una mente a otra”. Sin debate y sin ideas se estanca el conocimiento y no hay ninguna probabilidad de superar los problemas que nos acechan. A su vez, reproduciendo ideas fallidas se retroalimentan y agravan los problemas sin solución de continuidad.
Hemos repetido una y otra vez que la esencia del populismo es institucional, no económica. Construye poder polarizando la sociedad. Divide maniqueamente entre buenos y malos, y legitima su perpetuación con una democracia plebiscitaria (mientras acompañan los votos), o con una autocracia (legitimada en el miedo) cuando faltan votos. Su esencia ideológica obliga a repensar la Argentina. Y al repensar la Argentina, las ideas para comprenderla, para cambiarla y para coexistir en sociedad se ven profundamente afectadas.
Si pensamos la Argentina democrática, representativa, republicana y federal (la de la Constitución), rescatamos valores y creencias que tienden a unir a la sociedad, no a dividirla. Los argentinos no tenemos conflictos raciales y existen entre nosotros un diálogo y una confluencia interreligiosa destacables en el mundo. Pero hay que enfrentar los disvalores de la cultura del “cambalache” y la degradación que el mérito y el talento han tenido como ordenadores sociales cediendo espacio al acomodo, al clientelismo y al parentesco. Esto neutraliza el acceso a la igualdad de oportunidades y paraliza el ascensor social.
Pensar la Argentina democrática y republicana presupone convergencia a un núcleo de consensos básicos sobre el diagnóstico de la gravedad de nuestra realidad socioeconómica y de las transformaciones necesarias para alcanzar el desarrollo económico y social incluyendo nuestra inserción estratégica en el mundo. Consenso sobre las ideas para comprender la realidad y consenso sobre las ideas para cambiarla, porque se asume la alternancia republicana en el poder. El funcionamiento de los controles y los contrapesos de los poderes del Estado, incluida la prensa independiente, abreva en ideas e instituciones que hacen posible la convivencia y son necesarias como reaseguro de la de la vigencia del Estado de Derecho que promueve el sistema. Por el contrario, si pensamos la Argentina con la matriz ideológica del populismo, los énfasis fundantes son divisivos de la sociedad: el “pueblo” contra el “antipueblo”. Las ideas para retroalimentar el “nosotros o ellos” son funcionales a los resentimientos que promueve la cultura del “cambalache” y desdeñan el talento y la competencia meritocrática. En un contexto que promueve la suspicacia con el otro, el diagnóstico (y la terapia) de los problemas de estancamiento, inflación crónica, pobreza creciente y exclusión, privilegia ideas refractarias a la iniciativa y a la inversión privada. Las transformaciones para cambiar la realidad entonces se imponen controlando los distintos resortes del Estado y marginalizando a la oposición y a los medios críticos, incluyendo un servicio de justicia condicionado. En este contexto la convivencia genera adhesiones forzadas y la previsibilidad institucional queda supeditada a la continuidad del control del Estado por el partido hegemónico. Las ideas exculpatorias para diagnosticar los problemas, la autarquía económica y los mercados cautivos, los controles y los cepos son empáticas con las ideas alternativas de pensar la Argentina. Tampoco es casual la afinidad con la Rusia de Putin, hoy involucrada en una guerra de agresión. Otra distinción no menor, el chequeo de prueba y error del fracaso o éxito de las ideas para comprender y cambiar la Argentina presupone hacer prevalecer los datos sobre la narrativa. A partir de una construcción subjetiva de la realidad, el populismo pierde el cable a tierra y privilegia el relato a los datos. Colofón: habrá consensos de largo plazo y superaremos la idea de la grieta cuando una mayoría social con impacto político haga prevalecer el vínculo entre la idea de la república y la idea del desarrollo inclusivo.
Doctor en Economía y en Derecho