El populismo que multiplica la miseria juega con fuego
En la fricción entre la sociedad de consumo, que ofrece bienes, y la condición de pobre, impotente para demandarlos, fermenta el odio
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Cuando César González tenía siete años su madre cayó presa por robo. Su padre ya se había evaporado en la peripecia de las adicciones. Maduró de golpe: mientras su abuela Genoveva trabajaba limpiando casas él cuidaba a sus hermanos menores en la casilla de la villa Carlos Gardel de Morón. Pasaban hambre y frío. En el pasillo donde vivían resonaban los balazos. A los catorce, no aguantó más andar descalzo y harapiento y salió a robar. Al poco tiempo le salvaron la vida en el Hospital Posadas, después de que un justiciero le disparara un tiro en el estómago. Luego comenzó con los secuestros extorsivos: escondían a los secuestrados en la villa, esa placenta amigable donde se sentían blindados mientras negociaban el rescate. Pero a los dieciséis años uno de esos operativos falló: el Grupo Halcón irrumpió a la madrugada en la casilla, ardieron disparos sobre su cuerpo aún imberbe y terminó encerrado en un reformatorio. En un taller de magia apareció un profesor que comenzó a llevarle libros: los milagros a veces suceden. Leyó con voracidad. Cuando quedó libre, publicó un libro de poesía ilustrado por el mítico tapista de Los Redondos, Rocambole, y estudió cine. A los veinticinco años estrenó a sala llena su primer film, Diagnóstico esperanza, en el cine Gaumont.
En Diagnóstico esperanza se ve a un vendedor de medias que no vende y llora. En su film Atenas se ve a una chica que sale de la cárcel, se empeña en buscar trabajo y termina atrapada por una red de trata. En Qué puede un cuerpo un raperito advierte que no tiene destino como cantante y pide prestada una pistola para salir a robar. En sus películas los villeros que consiguen trabajo son maltratados por empleadores malvados. Hay un cartonero que camina interminablemente con su carro, día y noche. En Lluvia de jaulas un chico de la villa se pasea desafiante por la calle Florida y se verifica el trágico desencuentro entre ese niño prematuramente adultizado y la gente común que lo mira como si fuera un bicho raro y una amenaza.
Entre el afuera y el adentro hay una distancia insalvable, la que media entre una zona de derecho y una zona de excepción. El Estado es inexistente en la villa. Si alguien sufre un infarto las ambulancias no pueden pasar por esos oscuros callejones, si un profesor va a dar clase tiene que ser escoltado desde la entrada, los comerciantes no pagan impuestos, no hay cloacas, la luz se obtiene con una conexión clandestina, jugar al fútbol significa chapotear en el barro, no hay educación sexual y las niñas quedan rápidamente embarazadas. No asombra que la villa parezca un desarmadero de autos a cielo abierto. Pensar en integrarlas tal como están es como querer poner en funcionamiento un aparato mediante pequeños agujeros quirúrgicos en su embalaje en lugar de sacarlo de la caja. La única porosidad, el único mestizaje que hay entre el afuera y el adentro es cuando la policía organiza robos mixtos y busca mano de obra disponible entre los habitantes de la villa.
Sin educación y salud públicas que aseguren un piso mínimo florecen el resentimiento y la exclusión. Las películas de González exhiben ese recelo recíproco. Para los villeros afuera están los malos: el que “entrega” al cuñado para que lo asalten, la secretaria que acusa falsamente al chico que limpia para que lo echen, la madre que se desentiende del hijito mientras practica poses de yoga, el proxeneta que corrompe y esclaviza menores. Burgueses malos. Y los de afuera no ven en los villeros sino monstruos.
César González es un testigo: las oportunidades de un villero son ínfimas y la disyuntiva suele ser un puesto fregando baños o la delincuencia, como si su destino histórico estuviera ya tatuado en su piel. Sagas familiares enteras sumidas en la miseria. Esta visión escéptica representa un avance respecto de la Iglesia, que romantiza la pobreza. Pero al buscar la solución el cineasta pierde el rumbo: sus personajes andan con mochilas del Che Guevara, las casillas están adornadas con retratos de Eva Perón y él mismo nos arroja frases de Frantz Fanon, usa seudónimos que remiten a la revolución cubana y hasta defiende una inexistente identidad villera. La cumbia “Duraznito” de Pibes Chorros desmiente tal solidaridad: un integrante del gang criminal traiciona a los demás y se va inmediatamente con el botín a vivir al barrio de Belgrano. Los villeros no forman ningún grupo homogéneo: en el interior hay conflictos entre ellos, hasta la más modesta de las casillas tiene rejas, no hay comunitarismo sino miedo, las urbanizaciones son rápidamente superadas por los nuevos que llegan y se hacinan en espacios marginales. La mayoría vive ahí porque no tiene más remedio y no por motivos culturales. Creer que la pobreza se puede demoler con más dosis de populismo es una dramática ingenuidad: la consolidación de la villa como modelo de exclusión social es la condición de posibilidad del populismo.
La Villa Desocupación de Puerto Nuevo, en los años 30, nacida al abrigo de inmigrantes extranjeros, duró apenas dos años, porque no bien se superó la crisis económica y se creó trabajo se desarmó. ¿No es sintomático, en cambio, que las villas peronistas que florecieron en los años 40, con los migrantes internos que llegaban a los alrededores de Buenos Aires para abastecer de mano de obra a una industrialización liviana y fugaz, sí perduraran? Masas desorientadas y disponibles, con urgencias y sin autonomía, ideales para ser manipuladas por el líder que emplea recursos emotivos. En la fricción entre la sociedad de consumo, que ofrece bienes, y la condición de pobre, impotente para demandarlos, fermenta el odio. ¡Qué mejor material para el líder demagógico que discursivamente arenga contra los ricos y el capitalismo!
En los años 70 los adolescentes cruzábamos el puente de hierro de La Boca e íbamos descuidadamente a tener una primera experiencia sexual en la villa miseria de la Isla Maciel; treinta años después, Torcuato Di Tella llevó ahí a una sobrina que venía del extranjero y los asaltaron a punta de pistola, a la vista de todo el mundo. Anécdotas que dan cuenta de un salto en la violencia. Peor aún: los asentamientos y las villas crecieron exponencialmente en los últimos veinte años, bajo el influjo inicial de punteros y mercachifles de la miseria y, más tarde, auspiciados por el narcotráfico y por organizaciones sociales que, a cal y canto, domina el kirchnerismo. ¿No hemos visto por televisión que se usurpaban tierras en todo el país durante los meses de la cuarentena bajo el guiño cómplice del oficialismo?
Recientemente el empresariado amigo se quedó con Edenor. Bastó el simple recurso de asegurarse un retroactivo que el Estado les pagará a los nuevos dueños por los villeros “colgados” del cable de alta tensión en los últimos años: golosinas que los millonarios extraen de la pobreza. El populismo necesita de esas masas cautivas y de sus estructuras escurridizas. Los mismos que les niegan una educación humanista e inclusiva, los mismos que no generan condiciones económicas para que florezca la oferta laboral privada se llenan la boca con la palabra Estado. El populismo no quiere abolir la miseria, sino multiplicarla: están jugando con fuego.
Escritor, periodista y jurista