El populismo es uno solo, aquí o allá
Las imágenes de los seguidores de Jair Bolsonaro derribando vallas de seguridad, rompiendo ventanas, subiendo a los techos y vandalizando los edificios emblemáticos de la democracia brasileña fueron un calco del asalto al Capitolio perpetrado por los fanáticos de Donald Trump en enero de 2021. A primera vista parecía un replay. Sin embargo, la similitud entre estos dos hechos que reflejan la amenaza que hoy se cierne sobre las democracias va más allá de las escenas que difundió la televisión y recorrieron el mundo. La principal semejanza es de fondo. Reside en las causas de lo que vimos en Washington y en Brasilia.
Durante sus gobiernos, tanto Trump como Bolsonaro muchas veces entraron en conflicto con los límites que la ley imponía a sus atribuciones presidenciales. Del mismo modo, ninguno de los dos aceptó el límite temporal que la ciudadanía les puso a sus mandatos a través del voto. No fueron capaces de reconocer su derrota. Y, tras agotar los trucos para aferrarse al poder, actuaron a través de su grupo de simpatizantes más extremo. En estos casos, la turba es una prolongación del líder. Esa acción colectiva, que obedece a una única pulsión irracional, le corresponde. Detrás de la acción de la masa enardecida está su propia mano. En definitiva, el ataque de los vándalos, en uno y otro caso, es la consecuencia de un largo proceso que nace cuando el líder empieza a estimular el resentimiento y el miedo a través de un relato falaz que divide a la sociedad. Esa mentira hábilmente articulada crea una realidad ficcional que, en un espiral perverso, potencia esas emociones negativas al tiempo que propone un enemigo, una causa, una épica. Apoyado en el fervor ciego de sus fieles, que se traduce en votos, el líder populista llega al poder y va por todo. A veces lo consigue. Cuando no lo hace, tiende a destruir aquello que no alcanza a dominar. Está en su naturaleza. Si no puede hacerlo directamente, se sirve de sus seguidores, instrumento de su voluntad.
"Todos los líderes populistas tienen el mismo concepto de la democracia: no ha alternancia posible, yo soy la expresión del pueblo y debo gozar de poder ilimitado"
Tampoco Cristina Kirchner aceptó su derrota electoral en 2015. Aquí no hubo asalto a la Casa Rosada. Hubo, cómo olvidarlo, ataque a pedradas al Congreso poco más de dos años después, alentado por el mismo kirchnerismo desde el interior de la Cámara de Diputados en plena sesión. La resistencia la ejerció –de modo más silencioso– la tropa colocada estratégicamente en la administración del Estado, que conspiró contra la nueva gestión. Sin embargo, tras la derrota electoral, Cristina Kirchner, como harían Trump y Bolsonaro, se negó a entregar los atributos de mando a quien debía sucederla por decisión del voto. El gesto, de una elocuencia simbólica inapelable, cifra la concepción coincidente de la democracia que tienen estos tres líderes populistas: no hay alternancia posible, yo soy la expresión de la verdad del pueblo y debo gozar de un poder ilimitado, incluso en el tiempo.
En esencia, populismo de derecha y de izquierda son la misma cosa. Por eso comparten la misma metodología: la manipulación del odio, el relato que divide y aliena, el ataque a la Justicia y la prensa, la ira sagrada, la pulsión hegemónica. La ideología con la que se revisten es un dato atendible, pero accesorio, en tanto los populismos de cualquier signo, de prosperar, conducen al mismo destino: el fin del Estado de Derecho y la consagración de una autocracia donde la voluntad de quien manda pasa a ser la ley. El populismo es una praxis política que emana de la personalidad o la psicología del líder. Y es en estos rasgos, que determinan su ambición de poder y sus actos, donde los líderes populistas se igualan y las diferencias ideológicas pasan a segundo plano.
Hoy el ataque no es al Congreso, sino al Poder Judicial. La razón es obvia: la verdad que enuncian las sentencias judiciales contradice la voluntad de permanecer impune de la vicepresidenta. La prueba mata al relato. Hay que derrumbar a la Corte Suprema. Human Rights Watch advirtió sobre los ataques del Gobierno a la Justicia y denunció que en el país “se socava el Estado de Derecho”. En otro clásico de los populismos, el Gobierno aplicó el “efecto espejo”, el truco de proyectar en el otro lo que yo hago: “Es la Justicia la que socava el Estado de Derecho”, replicó.
En medio de la locura, una parte díscola del Gobierno ensaya un simulacro de gestión. Junto con el juicio político a los miembros de la Corte y otros proyectos que apuntan a doblegar a la Justicia, el jefe del Palacio de Hacienda llevará al Congreso un paquete de leyes. Sergio Massa pretende enderezar la economía argentina mientras sus diputados aportan el voto para consumar la destrucción del sistema institucional. Es como si propusiera cambiar los azulejos del baño mientras trabaja en la demolición de la casa. La oposición hace lo que debe hacer: defender la casa.
El kirchnerismo espera que la penosa maniobra logre arrojar una pátina de descrédito sobre los miembros de la Corte. De cualquier modo, dicen que la vicepresidenta no pierde la ilusión de que sean sus propios seguidores, inundando las calles, quienes la salven del brazo de la Justicia cuando las cosas se pongan todavía más feas.