El populismo como ilusión totalizadora y el rol ineludible de la oposición
Nacida como consecuencia del incendio de 2001, la fuerza hegemónica que guio los destinos del país durante los últimos veinte años -inclusive cuando le tocó ser aguerrida y obstruccionista oposición-, ha entrado en etapa de hibernación. Nadie, salvo un reducido grupo de fanáticos, aferrado más a la fe que a la razón, se atreve a negar que lo que fue ya no es ni será, que el relato cruje y se desvanece por el peso propio de sus contradicciones y que aquel sueño (o ilusión) ha encontrado su límite en la falta de recursos de un país vaciado, luego de vivir dos décadas de presente continuo sin siquiera imaginar el día después: el “proyecto nacional y popular” fue, en realidad, un gigante con pies barro que se vuelve inviable si no tiene nada que repartir.
Cuando Néstor Kirchner ganó las elecciones de 2003 con poco más del 21 por ciento de los votos, su principal herramienta de construcción narrativa fue el fervor de la antipolítica. El líder santacruceño, que había gobernado su provincia como un caudillo tradicional del peronismo, supo interpretar el sentimiento de la sociedad, saliendo a su encuentro con un discurso que parecía desdeñar las prácticas tradicionales del tradicional aparato peronista. Por entonces, Kirchner empezó a ser Néstor, un tipo en apariencias sencillo, algo torvo, que usaba una birome Bic y simulaba ignorar las reglas del protocolo. Poco a poco, fue ganando las simpatías de una parte de una sociedad hastiada por la corrupción y de los fracasos.
Pero ese hombre de gestos modestos entendió, quizá como ninguno de sus contemporáneos, que el poder desgasta al que no lo ejerce. Y se dispuso a utilizarlo sin tibiezas ni escrúpulos.
Con un país ajustado como consecuencia de la implosión, luego de la renuncia de Fernando de la Rúa, del helicóptero y una seguidilla de presidentes surgidos de precarias asambleas legislativas, el desconocido sureño, con una audacia a prueba de sustos, se encargó también de recrear una mística que, en poco más de un año, encontró su narración definitiva. El 24 de marzo de 2004, luego de descolgar los cuadros de los exdictadores en el Colegio Militar, es decir de cancelar la historia de la dictadura como si en un solo gesto se pudiera suprimir la responsabilidad social que le había dado origen, se dirigió a la Escuela de Mecánica de la Armada y -falseando y omitiendo hechos- consiguió la bendición de quienes habían padecido las atrocidades de la represión ilegal. Fue, sin dudas, su más sofisticada obra. Kirchner, un desconocido hasta entonces en los organismos de derechos humanos, descubría las ventajas de los valores simbólicos.
Luego vinieron los aportes de Carta Abierta (un conglomerado de intelectuales rescatados del ostracismo) y del setentismo redimido. Entonces, la Historia se clausuró para convertirse en libreto. Había una sola mirada: buenos y malos, el pueblo y el antipueblo. Nada más seductor que los simples trazos de un relato que absuelve o condena sin necesidad de incómodas revisiones.
Aunque la Historia no es un recorrido escalonado, ni ascendente ni descendente, los hechos que la constituyen tienen vínculos que se entrecruzan. En una sola generación, la memoria funciona como estímulo o como inhibidor de ciertas reacciones y actitudes. Las malas experiencias vuelven como amenaza o como espejismo. Es evidente que aquella distopía del “que se vayan todos”, sigue latiendo en el corazón de muchos lastimados por la decepción. Cuando se desvanecen las verdades absolutas -que gozaron de cierto consenso social-, es posible que la desesperación gane nuevamente la partida.
Por eso, resulta importante analizar, una y otra vez, el rol de la oposición, componente esencial de un sistema de alternancias. Porque, así como el populismo se incorporó al ideario nacional como ilusión totalizadora (El y Ella, según la mitología oficial), su contraparte opositora fue también hija de este sinuoso trayecto de dos décadas críticas. Nació como contrarelato y se fue constituyendo, lentamente, en contramodelo. Por primera vez en mucho tiempo, una propuesta de recambio se abrió espacio ante la homogeneidad del discurso dominante. Fue un proceso virtuoso porque, superando la ola de escepticismo de comienzos de siglo, ese conglomerado definió una programática basada en la experiencia y en los reclamos de la ciudadanía, y ganó en representación popular. Hoy posee algunas definiciones -aun precarias, pero interesantes- acerca de la vida institucional, el libre mercado, el fomento a la actividad privada, la educación, el desarrollo; en la potencialidad, en definitiva, de las estructuras productivas de la Nación. Sin embargo, en las últimas semanas, el monstruo asomó también en esa vereda. El cotorreo, cargado de graves acusaciones entre miembros de Juntos por el Cambio, nos hizo asomar otra vez al abismo.
No se trata de la defensa de una camiseta. Está en jugo mucho más que eso. Si fracasa la rueda de auxilio que nos hemos dado, si lo que surgió para llenar el vacío de la esperanza, se ahoga en un mar de sospechas, la democracia agravará su decadencia. No importan los nombres ni las candidaturas, eso lo resolverá la sociedad en elecciones primarias. Lo que realmente importa es que, las graves imputaciones que se han escuchado por estas horas, ponen a la oposición a tiro de la sospecha. Y, por lo tanto, lo que emerge es el fantasma de una nueva frustración: otra vez el fracaso como horizonte.
La democracia no es compatible con la hoguera. Si todo es igual, tarde o temprano el fuego nos devorará como Nación. Ojalá que el espectáculo que estamos presenciando haya sido consecuencia de algunas noches de mal dormir. Necesitamos, como nos recomendaba Ortega y Gasset, concentramos en nuestras cosas. Opositores, a las cosas.
Miembro del Club Político Argentino