El Poder Judicial aún se debe una reforma
El sistema judicial argentino viene empeorando por razones internas desde hace años, pero los ataques sistemáticos que sufrió su independencia entre 2003 y 2015 impedían dedicarse a corregir todo lo que hay que cambiar: sólo era posible defender y acompañar a los jueces, fiscales y funcionarios judiciales decentes que resistían como podían, frente a la ofensiva gubernamental que usó todo su poder para dominarlos, desde el dictado de leyes absurdas hasta presiones salariales, pasando por denuncias penales, amenazas, carpetazos, coimas, nombramientos digitados y otros delitos por el estilo.
Aun con sus errores y tropiezos, en esos largos años el Consejo de la Magistratura fue un bastión que impidió el atropello sistemático de la independencia judicial. Precisamente por eso la Procuración General de la Nación nos denunció penalmente a los consejeros que nos opusimos al entonces oficialismo y en paralelo ese gobierno disparó las leyes de la gramsciana "democratización judicial" que afortunadamente fue invalidada por inconstitucional. Quedan aún aspectos graves por desarmar, pero en lo esencial, el intento de dominación fracasó.
A partir de 2016 debemos encarar la reconstrucción del Poder Judicial y tenemos que ser tan firmes como lo fuimos para defender su independencia. La Justicia es un tema de principios y no de política partidaria: no se trata de quién gobierna desde el Poder Ejecutivo sino de qué jueces y qué sistema judicial queremos tener.
Lo primero es reconocer que no podemos seguir con demoras inconcebibles en el siglo XXI que repercuten hasta en las tasas bancarias, encareciendo los créditos y los alquileres. Tampoco podemos admitir una ineficacia judicial casi total frente a la corrupción y al abuso de poder, impunidad que también es demasiado alta en los delitos económicos y en los delitos comunes.
Esos vicios derivan de varias causas. Entre ellas, el garanto-abolicionismo que busca derribar el sistema penal, los pactos mafiosos entre algunos sectores de la vieja política, sin distinción de partidos, que impiden las armas legales necesarias para perseguir el delito, el ilegal miedo de algunos jueces y fiscales, la falta de recursos, la dedicación semiexclusiva de muchos jueces y funcionarios, criterios anticuados, una burocracia administrativa que indigna y, por supuesto, niveles de corrupción menos extendidos que en otros sectores del Estado pero totalmente inadmisibles.
Debemos cambiar, porque un país próspero es imposible sin un Poder Judicial eficiente y serio. No se trata de una utopía irrealizable sino de aplicar un estricto realismo, partiendo de principios y valores básicos que están en la Constitución.
Por ejemplo, modifiquemos la ley del Consejo de la Magistratura, que en 16 años de existencia muestra fortalezas para apuntalar y debilidades para corregir.
Algunas enseñanzas de la realidad deben aprovecharse y citaré sólo algunas: si los políticos son diputados y senadores, el Consejo se demora porque los legisladores priorizan su trabajo en el Congreso. Debieran ser personas designadas bicameralmente por el Congreso, porque aunque vengan de la política, ésa es la cuota de politización que quiere la Constitución. Si los abogados son elegidos por sus colegas en todo el país como circunscripción única, sólo podrán ganar los apoyados por un partido nacional, porque para cualquier otro grupo la campaña electoral sería imposible económica y logísticamente. Si los académicos sólo son elegidos por las universidades públicas y no por las privadas, llegarán sólo quienes digite el gobierno de turno o el sector que controle la política interna universitaria. Este abuso de la politización implica además una discriminación ilegal contra universidades tan válidas como las estatales. Si preside el Consejo un juez de la Corte, la relación entre los dos organismos máximos del Poder Judicial será más eficiente y menos conflictiva y la presidencia del organismo dejará de ser un premio para transacciones a veces poco claras. Si se satura al Consejo de comisiones internas asesoras y multitudinarias, aumentarán sus gastos y se trabará su eficacia. Los que deben trabajar en el Consejo son los consejeros, sesionando como mínimo una vez a la semana y por obligación legal, para que no se neutralice el organismo con trucos de quórum. Si el Poder Judicial sigue siendo administrado como un sector del Estado tácitamente ajeno a las normas de transparencia y cuestionabilidad propias de la democracia republicana, seguirán ocurriendo hechos que no por poco conocidos son menos graves.
Muchos otros aspectos deben mejorarse y ojalá que sea rápido. Si agregamos leyes del arrepentido, de recompensa para delación de delitos y de mejoras periciales, el sistema judicial comenzará a funcionar bien, terminando con la impunidad de una buena vez. Es su responsabilidad.
Abogado, ex consejero de la Magistratura