El poder del diálogo para salir del anquilosamiento
Una de las mayores transformaciones de la humanidad se la debemos a Platón, cuando demostró el poder del diálogo. Probó por qué es algo tan básico lo que permite salir del anquilosamiento para poner el pensamiento en acción. Se llama dialéctica, el dispositivo filosófico que da movimiento a la historia, desde Hegel, pasando por Marx hasta nuestros días. Al negarse a aceptar la realidad dada, facilita su transformación del discurso a los hechos, cuando se logra la síntesis entre opuestos.
A la dialéctica le antecede (y se le opone) el mito. Lejos del diálogo, es la expresión de una revelación divina; no admite discusión ni diferencia. Conceptualmente es lo más cercano al “tómalo o déjalo” y llega al presente en la forma política de populismo: la síntesis viene dada por mandato divino y no es fruto ni siquiera de la meditación, el diálogo con uno mismo. No es cuestión de izquierdas o derechas sino de un dogma.
Las instituciones siguieron la evolución del pensamiento filosófico. Su fundamento es el diálogo. La división de poderes lo explica mejor que nada: en el caso de los poderes políticos especialmente (Ejecutivo y Congreso), es una interacción desde miradas contrarias, donde oficialismo y oposición van de la tensión de los opuestos a la síntesis. Es cierto que no siempre se concreta con los mejores resultados técnicos, pero, guste o no, es la mejor manera de lograr equilibrios que reflejen las distintas miradas y una sana convivencia en sociedad.
La Argentina está sumida en un modo místico de entender la política desde hace más de 20 años, salvo un breve interregno. Se pueden explicar las razones de nuestra decadencia obsesivamente en la economía, pero la causa causarum es otra: el predominio con tendencias mesiánicas de discursos que no admiten matices, que no reconocen al otro. Es eso lo que ha puesto nuestro ecosistema institucional en una pendiente interminable.
Nadie quiere hablar, todo se impone, sea a fuerza de mayorías automáticas o legitimidades fugaces. Da igual, el daño ha sido y sigue siendo el mismo; y es inmenso, porque la tan mentada lógica “amigo/enemigo” (devenida “gente de bien”) no es dinamizadora sino paralizante. Todo lo contrario del movimiento que propugna la dialéctica: se trata de un discurso que paradójicamente no transforma la realidad sino que la congela, porque impone un laberinto que no permite la tangente creadora del diálogo.
El último botón de muestra de la tendencia ha sido la ley ómnibus, junto con un DNU aglomerante de cambios sustanciosos y fruslerías irritantes. Los fundamentos de la persuasión han ido desde citas del Antiguo Testamento hasta el justificativo tan banal de que no queda otro camino más que la aprobación a libro cerrado o el fin, para recular por impericia legislativa y luego reconvertir los errores propios en astucias, como si nada hubiera pasado.
En política no se trata de vencer sino de convencer. Y como bien dicen las Sagradas Escrituras, primero fue el verbo, pero para crear una realidad y no para perdurar en errores del pasado. Eso no es cambiar.