El poder del desencanto y la complicidad de los brutos
Ningún totalitarismo se asienta solo en las bayonetas; siempre existen masas adormecidas que los consienten
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El embajador no se anduvo con rodeos. “Escuché las explicaciones que brindaron y me parecieron interesantes. Sin embargo, lo que yo viví durante mi juventud fue algo más previsible y rústico: la natural agonía de un régimen gobernado por gente bruta. Lamento defraudarlos –añadió–, pero nada fue tan sofisticado. Incluso los policías, que cumplían su tarea con notable pereza, eran, por sobre todas las cosas, personas ignorantes, tipos que hacían lo que se les ordenaba desde arriba: si había que encarcelar, encarcelaban, si había que torturar, torturaban; no tenían creatividad ni pretensión de trascendencia”.
Los tres oradores que lo antecedimos habíamos hablado sobre los estragos del fanatismo, cómo se alienan las personas doblegadas por los dogmas y cómo muere el sentido común cuando la fe se mezcla con cuestiones terrenales. Yo conté, una vez más, mi experiencia en el comunismo y el largo peregrinar que debí transitar hasta sacarme de encima el peso de aquel mandato ideológico de carácter hereditario (“¿Una visión freudiana?”, se preguntó irónico el diplomático, para responderse a sí mismo: “Pude ser, no lo sé, hay explicaciones para todos los gustos...”).
El dignatario, que había crecido en uno de los países del llamado “socialismo real”, y fue testigo de su desmoronamiento en los 90, no negaba los fundamentos expuestos por los otros panelistas, pero parecía fastidiado ante tanta pretensión argumental. Para él, los seguidores de Marx, Engels y Lenin habían devenido, desde mucho antes del diluvio, simples engranajes de un mundo sin pulsaciones. “Gente bruta, muy bruta”, insistía con cansina persistencia.
Lejos de ofenderme por la ligera descalificación de mis argumentos –resultado de muchas lecturas y también, debo reconocer, dándole la derecha al embajador, de muchas sesiones en el diván–, sentí que debía repasar algunas premisas y cierta propensión a buscar sofisticadas explicaciones a las acciones humanas. ¿Y si las cosas fueran más simples, como aseguraba el diplomático? ¿Y si, en realidad, las más de las veces somos víctimas –o cómplices– de seres pequeños, grises y ambiciosos? ¿Y si, en verdad, lo que no podemos admitir es nuestra comodidad, ignorancia o conformismo ante el mal? ¿Fueron Stalin, Hitler o Mussolini seres brillantes o, apenas (y nada menos que), personajes decididos y codiciosos, cuando no psicópatas, egoístas, dueños de un narcisismo a prueba de espejos? ¿Son Nicolás Maduro y Diosdado Cabello, con esos hábitos de matungos extraviados, gente motivada por ideas? ¿O, por el contrario, la ideología es apenas el envoltorio que recubre una de las formas –probablemente la más perversa– de la ambición?
Quizás el diplomático tuviera razón. Con ser bruto y decidido se puede someter a pueblos enteros, arriarlos hacia los confines de la locura, convertirlos en pequeñas piezas de un juego malévolo. Los relatos ideológicos son una síntesis argumental, expresada en fórmulas que canalizan, en un período determinado, los deseos insatisfechos y frustraciones de las sociedades. Pero los líderes autoritarios emergen siempre desde la inmundicia, son el resultado del fracaso y la frustración, la consecuencia de que algo se ha quebrado. Las ideologías dan brillo a las acciones más horrendas de nuestra especie, pero sólo son un alimento codiciado por los esclarecidos: las elites necesitan de ese insumo para tranquilizar sus propias conciencias.
Sólo cuando se frustra la cesión implícita dada al tirano, los pueblos suelen “descubrir” que todo había sido nada más que un magnífico engaño: Hitler era “un maldito loco”, Mussolini “un payaso” y Stalin, “un campesino sanguinario”. Finalmente, la frustración parece ser la única partera de la historia. Con perdón de Carlos Marx.
Por supuesto que el terror desempeña un rol fundamental en el sometimiento de los ciudadanos. ¿Cómo negar el poder del miedo? Pero ninguna tortura es más eficiente que la que proviene del “silencio de los inocentes”. Para no hablar de la complicidad abierta con la que siempre cuenta todo régimen autoritario o caudillo disparatado. Ningún totalitarismo se asienta solo en el poder de las bayonetas: siempre existen masas adormecidas que los consienten.
Tengo una biblioteca completa de libros que explican los fundamentos del comunismo. También los del fascismo y el nazismo. Se trata de textos que sirvieron para cosechar la adhesión de las elites, narraciones más o menos sofisticadas, destinadas a tranquilizar sus almas sensibles. Pero que poca utilidad tuvieron a la hora de arriar soldados dispuestos a ejecutar las órdenes que emanaban de temibles tiranos, surgidos, una y otra vez, como emergentes de crisis dramáticas, guerras y hambrunas. Las ideologías se vuelven realmente peligrosas cuando encarnan en sentimientos, cuando se alojan en el corazón de los creyentes. En palabras de Hannah Arendt: “Nada es más peligroso que un pueblo que ha renunciado a su derecho a pensar por sí mismo”.
La internacional a la que pertenecí lo comprendió desde sus orígenes. No sería la lectura de El capital lo que encendería la pasión de los oprimidos hasta “aniquilar el mundo burgués”, sino la voz de los poetas, el candor de los escritores y la férrea voluntad de militantes enceguecidos por la fe. A ellos prestó particular atención V.I. Lenin. Sobre ellos ejerció un férreo control y sacrificó muchas horas de sueño el temible Stalin, quien invertía sus noches de insomnio en “corregir” personalmente los originales que le acercaban las mentes más brillantes de la intelectualidad soviética: era él, en persona, “el crítico literario” más importante de la URSS. Por codicia o por miedo, los esclarecidos lubricaron el camino del terror.
En Al margen de los días, el prestigioso psicoanalista francés Jean-Bertrand Pontalis, excolaborador de Jean Paul Sartre en Temps Modernes, sintetiza el hechizo que suscitan los líderes mesiánicos: “Las palabras de nuestros discursos cotidianos no son más que una magia débil, decía Sigmund Freud. Y a lo mejor es preferible que sea débil: a veces, el poder mágico de las palabras resulta devastador. Júbilo en Hitler cuando, en 1919 y en una cervecería de Múnich, descubre que la palabra puede fascinar a un auditorio. Después, sus gritos destemplados contribuirían a hacer de un pueblo una masa con una sola voz, la del Führer”.
De la cervecería de Múnich a las redes sociales lo que ha cambiado es la velocidad. El mensaje se ha sofisticado en sus formas, pero no en su esencia. La agenda política que nos gobierna es un entramado de vocablos vacíos, insultos, descalificaciones o elogios infundados. Caen los sentidos porque las sociedades, más impacientes en estos tiempos de transformaciones aceleradas –cuando subir en la escala social es mucho más difícil y caer, mucho más fácil– exigen respuestas de cortísimo plazo. Los adjetivos, al contario de lo que exige la buena prosa, invaden nuestro menú cotidiano. Descalificar es una de las formas que destila la impotencia. Y el poder, lejos de cualquier pretensión de creatividad, azuza con el garrote, intenta monopolizar el descontento. No parece tan importante saber lo que se quiere sino explotar lo que ya no se soporta.
El politólogo búlgaro Ivan Krastev sintetiza en estos términos el karma de las democracias modernas: “Es mucho más fácil confiar en las personas que en los partidos. Por eso la ideología se reemplaza por individuos carismáticos. Además, el precio de estar en política es muy alto estos días. Y la otra cosa que, por supuesto, está cambiando radicalmente es el poder de los principales medios de comunicación, porque la gente se está volviendo desconfiada de cualquier cosa que tenga alguna idea de autoridad y la frontera entre cualquier pensamiento analítico y cualquier fantasía conspirativa ha sido destruida, la gente está dispuesta a creer cualquier cosa”.
Cualquier cosa. Como en la cervecería de Múnich, pero desde una laptop o desde un celular.
Periodista; miembro del Club Político Argentino