Con estilo encendido, el autor de Seda elige en Una cierta idea de mundo los mejores 50 libros que leyó en los últimos diez años y rescata así la práctica gozosa y no exenta de riesgos de compartir entusiasmos
No hay dos personas que hayan leído los mismos libros. ¿Lo decía César Aira en algún lugar de su obra sin fin, todavía en proceso? Tal vez haya dos personas que leyeron solo dos libros, pero sería una casualidad impensada que se trate de los dos mismos libros. Una rápida progresión geométrica indicaría que de inmediato todo lector divergirá. La suma de libros distintos da personas distintas, impulsadas por sus intereses y gustos como lectores: construye una visión propia, única, intransferible. Contra su aparente inocencia, recomendar libros se vuelve entonces un arte difícil, incluso peligroso, como habrá podido corroborar cualquier entusiasta que sugirió sin pensar una novela al lector equivocado (alguna vez el impecable Nadie Nada Nunca, de Juan José Saer, me volvió en forma de boomerang, rebotado por un talibán afecto a la agilidad de las frases cortas) o le propuso alguna obviedad a un erudito disimulado detrás de su modestia ("por favor, no me humilles, ya los leí", respondió un omnívoro inconfeso cuando le sugerí que antes de Ulises podía probar con Las Olas). También los lectores tienen su dinámica de lo impensado.
Alessandro Baricco, el autor de Seda, sabe que toda recomendación es siempre parcial y probablemente tienda las más de las veces al fracaso. Una cierta idea de mundo, su nuevo opus, es un vademécum de cincuenta libros que, lejos de los formatos habituales, opta por un recorte original. Hace diez años se mudó de ciudad, pero sin llevarse con él la biblioteca. En vez de entregarse como Walter Benjamin a las delicias de desembalar una, fue dejando crecer otra con los libros que iba acopiando botánicamente en su nuevo hogar. Los fue colocando en un estante, pero no los organizó por autores, temas ni orden alfabético, sino según la cronología en que los fue leyendo. El método, dice, le permite poder decir con exactitud cuáles fueron los mejores cincuenta que leyó en una década.
Al escritor italiano no parece molestarse lo categórico de semejante jerarquía, aunque es de suponer que no propone una competencia. Mejores más bien significa aquí los que le despertaron entusiasmo personal. Quizá por eso la batería de libros que selecciona se muestra generosamente heterogénea. Sus elegidos son resultado de sus caprichos de lector, de sus curiosidades, pero también de una casualidad: al fin de cuentas una década es un campo escaso para un veterano de los libros como él. Aunque se permite una relectura de El Gatopardo, los más significativos en su formación como autor quedan algo en el misterio. En el inventario figuran clásicos (aunque no tantos: Tiempos difíciles, de Dickens; El discurso del método, de Descartes), varias novelas más o menos recientes (2666, de Roberto Bolaño; Desgracia, de J.M. Coetzee); algún libro de no ficción (Anatomía de un instante, de Javier Cercas), un ensayo fundamental (el de Isaiah Berlin sobre las raíces del romanticismo) y, para ser amplio y desprejuiciado, más de una prueba de eclecticismo, de volúmenes de historia a uno sobre el pianista Glenn Gould y Open, la autobiografía del tenista André Agassi (escrito, como concede, por la pluma en segundo plano de un Pulitzer premiado). Lo más atractivo de la enumeración -al menos para los rastreadores de recomendaciones más indomables- sean los títulos que se conocen de oído (¡ay, esa trilogía de la formidable Rebecca West!) o aquellos autores de los que nunca jamás se escuchó hablar (Per Olov Enquist), que se sumarán en un rincón de la memoria al iceberg de las cuentas pendientes.
Hay tonos y tonos para transmitir el arrebato por una obra. Baricco emplea varios al unísono: el del consejero persuasivo, el de aquel que invoca su experiencia como miembro del oficio ("Estamos ante un libro que, si hubiera sido capaz, me hubiera gustado escribirlo yo"), el de la confesión ("La novela negra no me vuelve loco, odio el thriller", dice, para empezar a ensalzar a Fred Vargas), el del teórico disparatado (la idea de que Simenon debería haber escrito El extranjero y Proust, Lolita) o a la interpelación de vendedor callejero, como cuando presenta La casa de las bellas durmientes, de Yasunari Kawabata: "Una historia preciosa -vocea-, y si tienen algún tipo de duda, sepan que Gabriel García Márquez, el hombre con más historias en la cabeza del planeta Tierra, no pudo resistir la tentación de hacer una remake".
El estilo de Baricco en el arte de la recomendación es encendido y busca complicidad. Se le pueden contraponer otros, menos vitalistas y provocadores. Para comparar sin mudarnos de idioma hay otros dos italianos cerca: Italo Calvino (del que Baricco dice también temerariamente que debería haber escrito "El Aleph" en vez de Borges) y Roberto Calasso. En Por qué leer los clásicos, una colección póstuma, Calvino no solo recomienda un equilibrio entre libros del pasado y los contemporáneos, sino que inocula con gesto más crítico el interés por Tirant lo Blanc o el Cándido de Voltaire, por Carlo Emilio Gadda o Raymond Queneau (a ese libro de Calvino le debo un oscuro clásico persa: Las siete princesas, de Nezami).
Las recomendaciones de Calasso en Cien Cartas a un desconocido son de otro orden. Además de ensayista superlativo, Calasso es en su papel de editor el autor de las solapas de Adelphi, uno de los sellos de catálogo más meditado de los que se tenga noticia. Las solapas son obras anónimas, un ejercicio crítico en una cantidad limitada de caracteres. En Cien cartas? (ahora sí con firma) reúne un centenar, desde las que les dedicó a San Ignacio de Loyola o August Strindberg, hasta los Textos cautivos de Borges o El aliento de Thomas Bernhard. Aunque esas viñetas aspiran a guiar a un potencial comprador, son al mismo tiempo misivas en busca de un lector ideal. Solo en esas páginas escuché hablar de Memorias de una maîtresse americana, de Ned Kimball, los recuerdos de una encargada de burdeles de lujo de hace un siglo en Nueva Orleans y San Francisco. La única vez que di con un ejemplar, mucho después, lo compré sin pensarlo dos veces. Ni una de las palabras de Calasso en su presentación fallaba.
Estos mosqueteros italianos -Baricco, Calvino, Calasso- representan tres modulaciones en el arte de recomendar, a los que se puede sumar una lista que virtualmente incluye a cualquier escritor o crítico con capacidad de contagiar el interés, incluso sin buscarlo, por los libros que merecen una visita: de Edmund Wilson a Borges, de Harold Bloom a Cynthia Ozick o Pascale Casanova. Entre nosotros hoy, de Marcelo Cohen y Beatriz Sarlo a Luis Chitarroni o Fabián Casas.
Antes de esas búsquedas activas hay, sin embargo, un grado cero de la recomendación. Es esa amable exigencia cara a cara que algún interesado lanza (las precuelas de las navidades son funcionales a esos pedidos de asesoramiento) al teórico connaisseur que, de pronto, se ve entre la espada y la pared. Porque ¿cómo y qué recomendarle a un respetable lector común del que apenas sabemos nada o al que, por mucho que conozcamos, no podemos preverle por adelantado los efectos íntimos de un libro? Common Reader ("lector común") es como llamaba el doctor Johnson (1709-1784) a los que se entregan a la lectura porque sí. Contra todo lo que podría imaginarse, el concepto no tiene nada de peyorativo. Johnson, el máximo letrado inglés del siglo XVIII, se regocijaba de coincidir con esa clase de lector "pues su sentido común, incorrupto por prejuicios literarios, después de todos los refinamientos de la sutileza y el dogmatismo de la erudición, debe decidir en último término sobre toda pretensión a los honores poéticos". Virginia Woolf, al retomar la idea, agregaba de manera menos rimbombante que el "lector común" lee por placer más que para impartir conocimiento (a diferencia del crítico o el académico) y "lo guía, a partir de lo que llega a sus manos, una especie de unidad: un retrato de un hombre, un bosquejo de una época, una teoría del arte de la escritura."
Lectores comunes, common readers, somos sin saberlo todos. Incluso los compulsivos o los que escriben notas como esta suelen andar con los radares atentos a cualquier sugerencia si el proselitismo ajeno resulta convincente. Nunca hubiera leído La vanidad de los Duluoz (el libro final de Kerouac, una obra maestra que se pasa por alto) si no me lo hubieran recomendado con énfasis y difícilmente me hubiera animado a los libros del físico Carlo Rovelli (Siete breve lecciones de física, El orden del tiempo), si mi hijo, más abonado a las teorías científicas, no me hubiera dicho que no los iba a poder soltar. El intercambio es recíproco: desde que le recomendé Matadero cinco el ala de mi biblioteca dedicada a Kurt Vonnegut parece un queso gruyère. Mi amigo, por su parte, todavía me debe -aprovecho para reclamarle- un par de novelas del portugués Antonio Lobo Antunes.
Tal vez no sea tan difícil dirigir a algún curioso que nunca leyó un policial hacia cualquier Sherlock Holmes (si le gustan los enigmas) o un Raymond Chandler (si lo imaginamos con tendencia a la aspereza de la novela negra). El asunto se complica si su deseo apunta a alguna novedad: aunque suene inverosímil, cuando hace años años recomendaba los policiales suecos de Henning Mankell solo recibía frialdad y gestos condescendientes. La tendencia cambió cuando se puso de moda Stieg Larsson, un autor del que nunca pude leer más que unas páginas, pero hizo de Mankell un prócer escandinavo secundario. No todos pueden recomendar best sellers, que tienen su propio código frenético, para muchos inabordable.
La tentación de adaptarse al supuesto gusto de un potencial lector es una posibilidad, pero resulta una estrategia pobre, además de frustrante. Intentar confirmar un interés concreto tiene su lado valioso, pero recomendar algo en lo que no se cree o se desconoce es a su manera un modo velado de paternalismo, lo más humanamente parecido al coto cerrado que proponen hoy los algoritmos.
Baricco, para volver a Una cierta idea de mundo, sabe que en su tono campechano, que pega tan bien con las redes, hay una modesta contradicción y por eso se preocupa por señalar que tampoco viene mal, al recomendar sus elegidos de una década, tomar partido, discutir un poco, que si escribe sobre ellos es porque quiere ser un heraldo para que se los lea.
Y no le falta razón. El mejor lector común no solo es el que va en busca de recomendaciones, sino el que -con su experiencia intuitiva- sale a la caza por sí mismo, peleándose un poco con sus fuentes. Están para explorar las reseñas y comentarios ocasionales que aparecen en las publicaciones, las clásicas y las online. También está la vía negativa, la que lee entre líneas. Un poco para escandalizar podría argumentarse que la verdadera función de una crítica bibliográfica no es solo abordar una lectura (positiva o no) de un libro como facilitar sin conflictos, si es clara, la prescindencia de leerlo. Por el contrario, una reseña poco beneficiosa, si también es clara y honesta, puede llevar a interesarnos por un libro por mucho que el crítico le encuentre defectos de todo orden. La maligna acidez de la prensa angosajona es particularmente productiva en la materia.
La variante de los mil libros que hay que leer antes de morir o que uno no debe perderse de ninguna manera, tan cercana a la idea de canon, peca de imperativa. Una forma lúdica para atraer hacia los libros como un imán -es una técnica que vale la pena practicar- consiste en recomendarlos por una particularidad significativa. ¿Una novela formidable sobre el adulterio que no sea Madame Bovary?: se le puede prestar atención a El buen soldado, de Ford Madox Ford, en la que el narrador es el propio engañado, adorablemente enamorado y comprensivo. Una novela que aborde los tiempos soviéticos sin la tragedia épica de Vida y destino: El maestro y Margarita, de Mijail Bulgakov, publicada décadas después de escrita, como no podía ser de otra manera, tras la muerte del autor. Para dar una idea de hasta dónde llega su glorioso humor esperpéntico basta con esbozar el argumento: el diablo baja a realizar su fiesta anual en la tierra y elige el Moscú de los años treinta, cuando ya empiezan a verse en el horizonte las purgas estalinista.
W.G. Sebald decía polémicamente que no leía escritores contemporáneos porque le resultaba imposible discernir cuáles valían la pena de verdad y cuáles no eran más que el efecto de una lógica comercial que se disfraza de estética. Al tráfico de novedades y la contraseña de nombres y títulos que circulan como novedades de boca en boca, se le puede sin embargo oponer el factor sorpresa. La última literatura argentina tienen su buena lista de autores recomendables, algunos tan recurrentes que tal vez convenga un título con menos lectores de lo que se merece: La familia, de Gustavo Ferreyra, por ejemplo, lo más parecido que dio la narrativa local a una gran novela del siglo diecinueve que es al mismo tiempo indefectiblemente actual. Es un trago fuerte, pero no se parece a nada.
Lo democrático de esas y otras recomendaciones es que, una vez leídas, no hay por qué acordar. Ocurre también, claro está, con las propuestas de Baricco. Una cierta idea de mundo es también, como corresponde, un compuesto preparado para irritar. Al final del prólogo el escritor italiano asegura que nunca leyó Anna Karenina y se lo reserva para alguna larga convalecencia, lo que, según él, revela su deseo secreto de no leerlo nunca. La canchereada es tan imperdonable que me hizo abandonar el volumen por una hora larga.
Después, con una ceja levantada, volví a abrirlo para encontrarme con American Dust, un libro de Richard Brautigan del que no escuché jamás. Hay que admitirlo: Baricco, como buen narrador que es, sabe crear suspenso. Cuenta los éxitos de Brautigan en los años sesenta, al calor del pop y la contracultura, cuenta cómo después cayó abruptamente en el olvido y cómo a mediados de la década de 1980 se pegó un escopetazo, dos años después de escribir esta novela breve. Los beatniks, dice, nunca le interesaron en lo más mínimo, pero empezó a hojear y no pudo parar. "Me acuerdo de llegar al final, cerrar el libro -anota Baricco- y tenerlo un rato dándole vuelta entre las manos. Me quedé ahí inmóvil, en la privada y solitaria liturgia de la lectura, como la standing ovation en el teatro". Solo después de esa pausa empieza a explicar un poco, sin arruinarlo, mostrando pocas cartas como un tahúr, de qué va la trama. Hay un chico y hay un lago. Hay dos impresentables que llegan de la nada y se sientan a pescar en un sofá. El chico los observa desde la otra orilla. A mí tampoco me interesó nunca Brautigan, pero,¡American Dust! donde quiera que estés, ¡allá voy!