El piquete no tiene derecho a matar
El reciente asesinato de un camionero, al oeste de la provincia de Buenos Aires, posiblemente cometido por partícipes en un piquete que cortaba una ruta, replantea el debate sobre los límites del accionar de estos grupos.
Como detalle liminar, es curioso que el episodio no haya merecido mayores críticas por parte de ciertos organismos de derechos humanos. Ello se explica, tal vez, porque para varios de ellos el derecho a circular no es, paradójicamente, un derecho humano fundamental; pero el de cortar las carreteras, sí.
No es la primera vez, ni será la última, que el piquete se arroga facultades para castigar a quien no le obedece. Por ejemplo, hace algunos años, en la avenida 9 de Julio, en Buenos Aires, un auto fue severamente dañado y su conductor agredido cuando intentó evadirlo. Y eso se ha repetido, antes y últimamente, aun habiendo niños en el rodado “infractor”. En el noroeste y noreste del país, el piquete incluso impidió el paso de ambulancias con enfermos graves, registrándose, al parecer, ocasionalmente, víctimas fatales. Ellas se explican, al decir de alguno de los defensores del piquete, como meras “anécdotas trágicas”, un producto quizá inevitable del ejercicio de un presunto “derecho” del piquete a impedir –caiga quien caiga- la circulación de vehículos (y, llegado el caso, de peatones). Ahora se suma el homicidio del chofer insumiso de un camión. No sabemos cuál será el próximo castigo piquetero.
Para el hombre común, pero especialmente para el jurista, entender todo esto linda con lo inexplicable. ¿Cómo es posible admitir que un particular pueda ejercer fuerza física para atacar a otro semejante que lo desobedece, y que establezca, contra él, una especie de código penal de facto? En esa tarea se utilizó primero el argumento de la “libertad de expresión”, que en el fondo, sin embargo, era una despiadada “libertad de agresión”. El piquete, en efecto, no solamente busca manifestar algo, sino, concomitantemente, y de modo especial, dañar a alguien (quien desee circular), precisamente para reforzar su reclamo. Si no hay lesión (por lo menos, a la libertad de circular), el piquete no tiene gracia.
En otras ocasiones, el piquete maneja el argumento del “mejor derecho”. Para ello, la razón alegada para explicar el corte (que puede ser social, gremial, laboral, judicial, educacional, administrativa, o de cualquier infinito tipo), se presenta –siempre- como prioritaria y prevaleciente sobre el derecho afectado (a circular). Esta afirmación dogmática es esgrimida y aplicada por el propio piquete, juez inapelable de su propio veredicto. Ahora parece que el “derecho del piquete” tiende a extenderse y magnificarse como superior al mismo derecho a la vida de quien lo desobedece.
Un cuarto argumento piquetero es el de la necesidad y de la eficacia: sostiene, en efecto, que “no lo queda otra opción” -y que “es indispensable” para lograr la obtención de su derecho superior- que impedir el uso de la calle o carretera. Desde luego, esto es una mentira, porque puede expresarse de otras muchas maneras, pero como recurso instrumental es muy exitoso. Juzga que provocando bronca, frustración y resentimiento entre los conductores de los vehículos parados, tal emoción colectiva impactará, por elevación, en la autoridad pública o en el particular que debe actuar según el piquete exige. Paralelamente, transfiere de inmediato culpas: el responsable del congestionamiento no será el piquete, sino el gobierno o el particular que no hace lo que el piquete demanda. Algo así como una nueva versión del “síndrome de Estocolmo”.
Finalmente, algunos autores –no todos- explican el uso de la fuerza por parte del piquete con la tesis de que su conducta dañosa hacia el tercero bloqueado, es “disruptiva”; y que esta modalidad (que implica un cambio de paradigmas y de conductas) justifica mágicamente, por sí misma, el empleo de la coacción física. Es una reedición actualizada de la vieja tesis marxista de la violencia como partera de la historia, manejada en este caso por piqueteros como sector social que invoca encontrarse injustamente explotado y vulnerado en sus legítimas y supremas necesidades. Esta concepción anida ideológicamente en muchos que postulan la destrucción de la actual sociedad, capitalista, burguesa y “de derecha” (según la descalifican), y su reemplazo por otra, supuestamente maravillosa, por supuesto “de izquierda” extrema, dibujada en un contexto de lucha de clases. Naturalmente, este último argumento no es usado por los piqueteros de buenos ingresos, que también los hay.
En síntesis, resulta obligado desenmascarar las raíces y los extremos a que puede llegar la teoría pro piquete. En particular, cabe alertar que éste jamás tiene derecho al uso de la violencia, a agredir o a castigar y por supuesto, todavía menos a matar. Esto es elemental, pero las circunstancias parecen exigir que se subraye.
Profesor en UBA, UCA y Universidad Austral.