El peso de mi alma
La otra tarde, desnudo en el baño, antes de meterme en la ducha, cometí el error de subirme a la balanza, una decisión intrépida, perfectamente desusada en mí, que me resultó cara.
Pensé que seguiría pesando unos cien kilos redondos, el peso récord que había marcado en los años recientes, cuando ya era gordo, un sobrepeso que comenzó lenta y consistentemente hace veinte años, tras cumplir cuarenta. No miento si afirmo que los primeros cuarenta años de mi vida yo era delgado, bien delgado, y hay fotos que así lo prueban y documentan, unos tiempos en los que pesaba entre ochenta y cinco kilos y noventa kilos, no porque hiciera deporte, no porque comiera menos, sino porque era joven y me resultaba natural ser flaco sin esfuerzo. Después de cumplir cuarenta años, mi cuerpo decidió ponerse cómodo y expandirse o dilatarse cuando empecé a tomar pastillas para dormir, y entonces mi sedada humanidad se desparramó en unas crecientes reservas de grasa, esparciéndose sobre todo en la montañosa zona abdominal, como si fuera un oso en vísperas del invierno.
Ciento siete kilos, leí en la balanza, la otra tarde, desprovisto de ropa, reducido a un guiñapo. Quedé humillado, en silencio. Confirmé que me había convertido en un sujeto escandalosamente gordo. Tengo que bajar de peso, pensé, avergonzado. Debo ponerme a dieta, me dije. Estoy tan gordo que mi esposa va a dejarme, me angustié. Porque ella es veinte años menor que yo, practica varios deportes y se mantiene en estupenda forma física. Yo solo me ejercito en clases particulares de gimnasia Pilates, lo que me permite seguir siendo gordo, pero un gordo elástico, un gordo capaz de flexionar sus gorduras, un gordo al que no le crujen los huesos cuando se agacha o se estira.
Le anuncié a mi esposa que me había puesto a dieta y que mi propósito era bajar diez kilos en tres meses y que no desmayaría en la cruzada de perder grasa hasta pesar menos de cien kilos. Quiero que mi peso aparezca siempre en dos dígitos, nunca en tres, le dije. Puedo pesar noventa y nueve kilos, nunca cien, me armé de valor. Ya verás que en un mes pesaré menos de cien, le prometí. Naturalmente, ella me expresó su apoyo, su complicidad. No comas tanto en la noche, me aconsejó. Tu problema es que de noche comes demasiado, añadió. Especialmente chocolates, apuntó.
Me propuse entonces no comer nada en las noches, al regresar de mi trabajo en la televisión. Me propuse acostarme con hambre, dormir con hambre, levantarme con hambre al día siguiente. Solo sufriendo bajaré diez kilos, me dije. Si no me condeno a pasar hambre, no quemaré las reservas de grasa, pensé.
Al día siguiente almorcé apenas una ensalada de espinaca y, al final de la tarde, antes de salir a la televisión, unos huevos revueltos blancos, sin yema. Naturalmente, cuando regresé a casa hacia las once de la noche, me moría de hambre. A esa hora, antes de comenzar la dieta, solía comer de todo, sin privarme de nada, principalmente restos de las comidas que habíamos traído de los restaurantes donde habíamos cenado el fin de semana (pastas, pizzas, pollos, pescados, lomos), aunque también las cosas sabrosas que habían dejado mi esposa y nuestra hija adolescente (generalmente ensaladas o tortillas), y finalmente me concedía el máximo placer de asaltar las tostadas con caviar. Más tarde, hacia las dos de la mañana, bajaba furtivamente a la cocina a comer los postres, principalmente helados, chocolates, mermeladas y gelatinas. De esa base noble estaba hecha mi gordura, de tantos momentos opíparos de felicidad.
Pero ahora estaba a dieta y no debía comer nada de nada antes de dormir, así que bebí apenas un jugo de papaya y me fui a la cama con el estómago rugiendo de hambre. Pensé que sería capaz de dormir razonablemente bien. Cometí un grueso error de cálculo. Pasé una noche espantosa. No logré conciliar un sueño profundo. Despertaba con frecuencia, atacado de hambre, pensando en comer. No me rendí. No bajé a la cocina. Pero fue una noche horrible.
Al día siguiente me pesé. Ciento seis kilos y medio, leí en la balanza. Había bajado medio kilo, sí, pero era un hombre amargado, exhausto, mal dormido, infeliz. Me costó trabajo arrastrarme durante el día y hacer las cosas modestas con las que me ganaba la vida. Apenas comí la dieta acordada con mi esposa, es decir la ensalada de espinaca y los huevos revueltos, y por supuesto mi humor, estando mal dormido, y todavía muerto de hambre, era el de un hombre peleado consigo mismo, fatigado de ser él mismo. Aquella noche, al volver de la televisión, la barriga me pedía con sonidos guturales, pedregosos, un poco de cariño, unas raciones de afecto, pero, entregado a la autoflagelación de la dieta espartana, me negué a comer, soñando con volver a ser flaco, como era flaco a los treinta y cinco años, cuando no sospechaba que me convertiría en un hombre obeso, el gordo de la familia. De nuevo, pasé una noche atroz, minada de sobresaltos y angustias, sin poder dormir bien, aguijoneado por la punzante sensación de que debía comer algo, y en particular algo dulce, para que me volviera el alma al cuerpo.
Descubrí entonces, enfurruñado, dando vueltas en la cama, condenado a otra mala noche, que mi alma es gorda, obesa, o que tengo alma de gordo, de obeso. Es decir que, si me someto a una dieta estricta, mi alma me abandona, se marcha maltratada, y me convierto en un hombre desalmado, desdichado, deshabitado de felicidad, de calidez, de ternura, de armonía con mi entorno. Las cosas ricas, excesivas, desmesuradas, que solía comer antes de la dieta de fanático que me impuse, no solo engordaban mi panza de pirata retirado: principalmente, alimentaban mi alma, mantenían viva mi alma, le daban a mi alma buenas razones para quedarse conmigo.
No es verdad entonces, o no lo es mi caso particular, que la obesidad es una enfermedad mental, y que, si consigues bajar diez kilos sufriendo como un preso político, serás luego una mejor persona, un individuo satisfecho. En mi caso, la dieta es una enfermedad mental, una perversión, un vicio abominable, una búsqueda celosa de la perfección y la pureza estéticas que acaba riñendo con la salud. Al hacer dieta tres días con sus noches, y no poder dormir bien aquellas tres noches consecutivas, me sentía débil, cansado, diezmado, sin ganas de seguir viviendo. Peor todavía, como me había impuesto el escarmiento fanático de no comer casi nada, pensaba todo el día en comer, obsesionado con la sola idea de comer un helado, un chocolate, una gelatina, una mermelada, esas cosas ricas que solían endulzarme la vida hacia las dos de la mañana, en los tiempos de espléndida gordura, cuando mi esposa ya dormía.
Así las cosas, cumplidos los primeros tres días de dieta, volví a pesarme. Ciento cinco kilos y medio, leí, descorazonado. Mi alma me había abandonado del todo y yo pesaba ahora un kilo y medio menos que cuando comencé la dieta, es decir que un kilo y medio, y no veintiún gramos, era lo que pesaba mi alma.
Al carajo la dieta, me dije. Prefiero ser un gordo feliz y bien dormido que un flaco amargado, desalmado y mal dormido, pensé. Voy a comer todo lo que me apetezca, todo lo que me provoque, todo lo que me dé la gana, me animé. No voy a pesarme ni mirarme con saña autodestructiva en el espejo. Y al que no le guste mi barriga noble hecha de ravioles y lasañas, de milanesas y empanadas, de chocolates y helados, mala suerte, que mire a otro lado. Porque ya está claro que yo nací para ser delgado hasta los cuarenta años y luego para convertirme en un gordo contento, risueño, bien dormido, bien abastecido, un gordo que no se priva de nada y disfruta de las cosas ricas de la vida, aunque al final viva menos años.
Se acabó la dieta, enhorabuena, qué alivio. Ahora mismo bajaré a la cocina a comer chocolates y luego esperaré a que me vuelva el alma al cuerpo, mi alma adiposa que pesa kilo y medio. Y, cuando muera, el problema, mil disculpas, no será mío: mi familia tendrá que comprar un ataúd más ancho y quienes lo carguen deberán ser lo bastante fornidos para llevar en hombros a un despojo de ciento siete kilos que supo ser feliz sin pesarse ni mirarse en el espejo, saboreando las cosas buenas de la vida.