El peronismo se debate entre Aristóteles y Laclau
Aunque incurra en la agresividad retórica típica de las campañas electorales, Alberto Fernández sigue un curso definido: busca aplacar los conflictos y establecer mediaciones. Propone un acuerdo entre el capital y el trabajo, acepta pagar la deuda externa, procura canalizar las demandas sindicales y sociales dentro de la legalidad, otorga certeza a los medios de que respetará su independencia. En fin, es claro en mostrar a quién representa, pero también lo es para establecer los límites. Por eso reconoce las razones de los piqueteros y los pilotos, pero les pide desistir de protestas que desorganizan la sociedad. Cuando asume ese papel, el probable presidente regresa a las fuentes: abreva antes en Perón que en Cristina. Y acaso trata de disimular la tensión peronista originaria, que el fundador y su esposa escenificaron: el pueblo emancipado, enfrentando a sus opresores; o el pueblo reconocido, pero organizado e integrado mediante una doctrina que supera el individualismo y la lucha de clases. Ellos lo resolvieron por la autoridad de Perón y el renunciamiento de Eva. Cómo lo resolverá el peronismo ahora es una gran incógnita, quizá la más dramática que enfrenta hoy la Argentina.
Esta contradicción, aunque se plantee en una circunstancia electoral, no tiene nada que ver con las banalidades del marketing político. Al contrario, es una cuestión que remite a debates históricos acerca de cómo se gobierna la sociedad y de cómo se satisfacen sus necesidades. Sin que aún haya concluido un nuevo ensayo de liberalismo político modernizador, el dilema recrudece dentro del partido dominante, que otra vez semeja una iglesia, conteniendo a corrientes opuestas que permanecen juntas bajo el mismo techo con la intención de ser los intérpretes genuinos de sus postulados. Ese contrapunto lo protagonizan dos posiciones paradigmáticas. Una es asimilable a la idea de comunidad organizada, tal como la formuló Perón y la actualizó, con inspiración democrática, el peronismo de los Cafiero y los Duhalde; la otra, es la que Ernesto Laclau describió como "la razón populista", cuya índole expresaron en el pasado Evita y la juventud peronista revolucionaria, y en la actualidad La Cámpora y Carta Abierta, entre otros. Se trata de posiciones difíciles de conciliar. El peronismo corporiza la conducción centralizada de un pueblo que posee derechos y cumple obligaciones; el populismo es una lógica que divide la sociedad entre poderosos y desposeídos.
En medio del debate, Leandro Santoro, un polémico militante próximo a Alberto Fernández venido del radicalismo, planteó un tema desusado en este país: la amistad en política. Aunque Santoro tal vez no reparó en la reminiscencia, esta expresión recuerda la "amistad cívica" de Aristóteles, atributo cardinal de su ética. Para el filósofo, la amistad es la condición de la concordia y el prerrequisito de la justicia. Según Santoro, constituye una actitud contracultural necesaria para trascender el neoliberalismo consumista: hay que insuflar política y ser altruistas, afirma, porque con la inclusión económica no alcanza. En un video que circula por las redes dice esto con pasión, vestido con una camisa abierta que deja ver una camiseta donde está estampada la imagen de Raúl Alfonsín. Este testimonio da qué pensar. Puede ser oportunismo. O puede inspirarse en la estela del último Perón, del Balbín que lo despidió como a un amigo, o de Alfonsín y Cafiero juntos en el balcón en la Semana Santa de 1987.
La posición de Laclau está en las antípodas. Se nutre del enfrentamiento clasista, no de la amistad aristotélica. Sostiene que "el populismo se presenta a sí mismo como subversivo del estado de cosas existente y también como el punto de partida de una reconstrucción más o menos radical de un nuevo orden una vez que el anterior se ha debilitado". Es probable que esta sea la reconstrucción en la que piensan Zaffaroni y otros cuando proponen refundar jurídicamente la Argentina. Laclau describe la génesis de esta lógica al afirmar que un rasgo definitorio del populismo es el pasaje de la petición democrática al reclamo popular, una fase en la que "el pueblo" establece una frontera antagónica para enfrentar al poder. Así, la razón populista fractura la sociedad en "dos campos irreductibles" que disputan la hegemonía.
Esta acechanza, sin embargo, no absuelve las responsabilidades. En lugar de sentir temor o ensayar piruetas oportunistas, las elites argentinas deberían asumir su falta de visión. La explosiva pobreza y el atraso educativo no pueden resultarles ajenos. Y el gobierno que probablemente concluya podría preguntarse si posee realmente valores, más allá del marketing que lo lleva a sostener hoy una política y mañana otra, según soplen los vientos de la opinión pública. Hay que bucear más profundo. La vuelta del peronismo, atravesado por impredecibles contradicciones, antes que una fatalidad parece un síntoma del desequilibrio nunca resuelto entre lo que promete la modernización y lo que sustrae la injusticia.