El pequeño gesto que puede cambiar la historia
Durante cinco días y cinco noches que fueron una sola agonía de oxígeno, fiebres y fantasmas, Flores repechó la neumonía bilateral y la maldición del Covid sin rebajarse ni por un segundo al miedo a la muerte. Había perdido el sentido del espacio y del tiempo, en esa semipenumbra asordinada que parecía eterna, pero jamás sintió temor personal ni pudo desprenderse imaginariamente de su barrio: soñaba que pensaba, y soñaba que discutía con sus compañeros de la cooperativa y de su mítico barrio de Laferrere, y entre nieblas solo se preocupaba porque esas faenas no se detuvieran en su ausencia, ni el proyecto flaqueara justo en estos meses tan sufridos. Cuando recuperó la lucidez, se encontró con una impresionante retahíla de audios y mensajes de cariño que ignotos y famosos, humildes y sofisticados habían clavado en su celular. Cuando le dieron el alta, todavía débil, regresó a sus calles y a sus vecinos, que salían a saludarlo con ojos brillantes. Héctor Flores, Toty para los amigos, sigue viviendo en su vieja casa de La Juanita, manejando su increíble cooperativa de panadería, escuela, taller textil y ahora también fragua de oficios digitales; su prestigio personal le permitió, en los comienzos de la pandemia, recibir donaciones de muchas empresas. Repartió 130 toneladas de alimentos en las zonas más carecientes, y comprobó en persona cómo se acercaban por primera vez a pedirle la “vianda” heridos y avergonzados de la derrumbada clase media baja, que jamás habían necesitado esos refuerzos ni habían hecho esas colas del hambre; laburantes informales que bruscamente se habían quedado sin empleo, y que desconocían esa cruel intemperie de la vida. Hay millones de esos nuevos pobres en esta Argentina de luto. Uno de ellos, un veterano albañil que vivía de las changas y que en varias ocasiones había discutido a los gritos de política con Héctor Flores, salió también a darle la bienvenida. Le estrechó cálidamente la mano y le dijo: “Toty, me alegra mucho que esté bien y que pueda seguir haciendo cosas por el barrio, y recuerde que yo soy ultrakirchnerista”. El paciente redivivo tragó saliva, cruzado por la emoción, pero se propuso no lagrimear. “No hay que llorar en el barrio porque piensan que sos flojo”, confiesa. Entonces hizo lo que hace desde siempre: lloró por todo, y lloró por dentro.
Pocos días más tarde vio a un herrero en las inmediaciones; llevaba su amoladora a una feria. Como viejo metalúrgico, Flores se dio cuenta en seguida de lo que eso significaba: aquel herrero no tenía para comer y vendía la última y más valiosa herramienta en extrema necesidad, y quizá también en la conciencia de que su tiempo se había acabado y que no volvería a conseguir reinsertarse en este páramo de la dádiva y el desamparo total, donde la política oficial desdeña la cultura del trabajo. Fue en ese instante cuando Toty cayó en la cuenta de una efeméride trágica que por negación colectiva evitamos recordar: se cumplen veinte años del cataclismo de 2001; dos décadas entre dos catástrofes, y la certeza de que no aprendimos nada. La amarga prueba de que la sociedad y la dirigencia que puso en la cabina de mando nos condujeron a un fracaso inapelable pero nunca admitido.
Veinte años después, Flores rema en el océano tempestuoso de este nuevo 2001 y descubre que hoy el conurbano está más balcanizado y anárquico
Flores proviene de la pobreza digna de un pequeño pueblo de Entre Ríos, fungió desde niño como canillita, emigró con su familia a una villa del conurbano bonaerense, aprendió los rudimentos de la metalurgia, trabajó en Yelmo y Acindar, y en 1981 perdió cuatro dedos mientras cortaba una chapa con un balancín. La compañía intentó sacarlo de la línea de producción, pero Toty hizo rehabilitación día y noche, incluso aprendió a tocar la guitarra, y se mantuvo en su lugar de oficial tornero, militó en la UOM y tomó simpatías por el trotskismo. La “reconversión industrial” de los menemistas puso a los metalúrgicos en graves problemas; Flores cobró una indemnización, compró dos máquinas industriales de coser y quiso salir adelante con una marroquinería artesanal, pero se fundió. A su casa caían exobreros sin sueldo y sin futuro, y el paraíso terrenal del PJ comenzaba a convertirse en un cementerio de fábricas vacías. Fundaron el Movimiento de Trabajadores Desocupados (MTD) de La Matanza, hicieron cortes de rutas y hasta tomaron una vez la municipalidad: eran piqueteros buscando trabajo y los vientos huracanados de la recesión final amenazaban con extinguirlos. Fue en ese instante crucial de la decadencia que el peronismo comenzó a repartir subsidios y a cooptar voluntades. Y fue también el punto culminante de esta epopeya, porque el grupo de Flores se negó a la dádiva y se separó del resto: “Así el pobre siempre será prisionero –sostenían–. Nosotros no queremos gerenciar la miseria”. Ese pequeño gesto principista en medio de la desolación general debería figurar en los libros de historia.
Cuando llegó el 2001 y la gente se robaba hasta los picaportes para acceder a los alimentos básicos, Toty se preguntaba cinco veces por día si no debían claudicar. Estaban de rodillas. Lo que sigue parece una película de Ford, Capra o de Aldrich: comisionaron a seis personas para ir a la municipalidad y pedir finalmente los planes. Como habían sido rebeldes, los peronistas quisieron propinarles una lección: los tuvieron de la madrugada hasta el atardecer de oficina en oficina sin darles ni la hora. Cuando narraron en una asamblea los detalles de esa humillación, cuarenta hombres y mujeres del MTD resolvieron no regresar nunca más a buscar limosna. No se me ocurre, comprendiendo la íntima desesperación de esa situación límite y luego la forma en que el justicialismo doblegó a casi todos, mayor acto de heroicidad revolucionaria. Flores y sus camaradas llegaron a la conclusión de que debían crear laburo y asociarse con quienes lo generaran, en una odisea de ensayos y errores que al final rindió sus frutos. Su mentor, el dueño de aquel kiosco de diarios y revistas, le había dicho a Toty lo primero que debía aprender y jamás olvidó: “Lo que te hace libre es el trabajo”. Aquella simple lección salvó la vida de Flores, pero no es un concepto muy popular en la tierra del votante cautivo, del “progresismo” que descree del progreso y de un gobierno que alienta el resentimiento y milita contra el esfuerzo y el mérito.
Veinte años después Flores rema en el océano tempestuoso de este nuevo 2001, y descubre que hoy el conurbano está más balcanizado y anárquico que entonces. Que las organizaciones sociales contienen a una minoría, que el narco es el gran proveedor de los confines, que se diluye en los pobres la idea de que el Estado los va a salvar, que la política de las vacunas fue criminal y que muchos vecinos se sentían inmunes por creer la ridícula versión según la cual el mal provenía de los runners y de Europa, y que por lo tanto era lejano y no los tocaría: hoy mueren como moscas. También que se cocinan, a la vez, bronca silente y un clamor por el empleo. Leyendo algunas páginas de teoría marxista, Toty afirma que “capital es trabajo acumulado”, y que la salvación está en generar riqueza. Una obviedad en cualquier nación normal, pero un escándalo en una nación devastada por su propia estupidez que se jacta de sus anomalías. Narro esta peripecia para quienes en la oposición predican contra una épica republicana. Y también para quienes creen que no existen salidas ni quedan esperanzas, y que ya no hay héroes. Brecht decía: “Desgraciado el país que necesita héroes”. Pero es que hemos convertido este país en una pura desgracia.