El pensamiento de Bobbio
Por Alfredo Vítolo Para LA NACION
NORBERTO BOBBIO ha sido uno de los filósofos del derecho y teóricos de la política más importante del siglo XX. Su pensamiento tuvo repercusión en todo el mundo y sus conceptos gravitaron para conformar la doctrina sobre las condiciones de la democracia moderna, especialmente en los tiempos que siguen a los totalitarismos. Por eso, pasado más de un mes de su fallecimiento, creo conveniente hacer un resumen de sus principales ideas, de acuerdo con lo escuchado directamente de él.
Conocí a Bobbio en 1986, en oportunidad de su visita a Buenos Aires, invitado para exponer ante el Consejo para la Consolidación de la Democracia y recibir el doctorado honoris causa de nuestra universidad. Tuve el privilegio de seguir atentamente las explicaciones que dio en el Consejo, organismo que entonces yo integraba y que estaba dedicado a elaborar un proyecto de reformas a la Constitución, para adecuarla al tiempo de restauración democrática que vivíamos. Escuché también su conferencia en la UBA y mantuve con él diversos diálogos durante todo un día de trabajo. Fueron eruditas sus exposiciones y notables sus respuestas a nuestras preguntas, y resultaron muy profundos los intercambios de ideas sobre filosofía que mantuvo con mis amigos y también integrantes del Consejo, el talentoso Genaro Carrió y el siempre recordado Carlos Nino.
Tres ideas centrales del pensamiento de Bobbio me impactaron, al punto de que constituyen hasta hoy los ejes de mi concepción política: el elogio de la tolerancia, el valor de la igualdad y el pesimismo de la razón. Para una mejor explicación me referiré en particular a cada uno de ellas que, junto con otras no menos importantes, definen el perfil del personaje.
El respeto por las ideas ajenas, aunque sean contrarias a las propias, que es la esencia de la tolerancia, constituye un principio ético obligatorio e indispensable en la democracia moderna. Sin él, es imposible la convivencia civilizada, pacífica y en libertad entre quienes integran una sociedad política. El tolerante, sostiene Bobbio, no es un escéptico, ya que cree en su verdad, pero tampoco es un indiferente, porque inspira su acción en un deber ético, como es el respeto a la libertad de los demás. En política no deben existir enemigos, sino interlocutores. En la democracia, el límite de la tolerancia está dado por la intolerancia fanática de algunos que, por esas actitudes, no son merecedores de ella. El criterio parece clarísimo en la teoría, pero es de difícil realización en la práctica, motivo por el cual debe ser aceptado con reservas y aplicado con prudencia. Esos conceptos son los que llevan a Bobbio a terminar uno de sus últimos libros: De senectute , con una dura confesión: "Detesto con toda mi alma a los fanáticos".
En ese día que pasamos juntos, también nos contó cómo fueron evolucionando sus ideas sobre la democracia a partir de la derrota del fascismo y cuando comenzaba a construirse la nueva República Italiana. Para entonces, él tenía su cátedra en la Universidad de Padua y enseñaba que el Estado democrático se conforma con una mayor adecuación al modelo ideal de libertad en la coexistencia. Luego incorporó la concepción de Kelsen, que considera a la democracia como el conjunto de reglas que consienten la libre y pacífica convivencia de los individuos en una sociedad y, finalmente, llegó al convencimiento de que los principios del liberalismo y la organización no eran suficientes, porque no puede existir plena libertad si el ascenso de los mejores no está regulado por iguales posibilidades. Incorporaba al principio de la libertad el de igualdad, concebida en su más amplio sentido y como valor que comprende la equidad y la justicia, procurando convertir en más iguales a los desiguales. Ese fue el pensamiento que mantuvo hasta el día de su muerte.
En 1971, ante la crisis política que afectaba a Italia y ante el peligro de perder el sistema, publicó en La Stampa, de Turín, un artículo que produjo honda conmoción. Se definió como pesimista de la razón. Sostenía que en ese tiempo se tenía el deber de ser pesimista. Se refería al pesimismo de la inteligencia, al que consideraba totalmente compatible con el optimismo de la voluntad. Decía que el pesimista era el que quiere el bien, pero está perturbado por comprobar que las cosas están mal, mientras que el que comprueba que las cosas van mal sin tratar de corregirlas y se alegra de que ello suceda es derrotista.
Por eso, analizadas las circunstancias y los hechos que determinaban la crisis italiana de entonces, sostuvo: "De buena gana dejo a los fanáticos, o sea, a los que quieren la catástrofe, y a los fatuos, o sea, a los que piensan que al final todo se arregla, el placer de ser optimistas. El pensamiento, hoy, permítaseme una vez más esta expresión impolítica, es un deber cívico. Un deber cívico porque sólo un pesimismo radical de la razón puede desatar algún estremecimiento en los que, de una y otra parte, muestran no darse cuenta de que el sueño de la razón genera monstruos".
Vayan con estos recuerdos mi homenaje al insigne maestro que tanto contribuyó al desarrollo de la democracia moderna. © LA NACION