El peligroso juego de la política mentirosa y pendenciera
En una democracia representativa, la herramienta para sancionar la práctica de apelar a la trampa para adueñarse del poder, la mala gestión o la defraudación, está en el voto
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¿En qué podría consistir uno de los juegos más aptos para viralizar, basado en una serie de Netflix? En descubrir en Queenmaker –una especie de inquietante versión de Succession a la coreana– las diferencias entre la antesala de unas elecciones primarias en Seúl y los noticieros de países con procesos preelectorales en curso. Nada muy complicado. Porque, en rigor, todo se parece demasiado. Es que la práctica de apelar a la trampa y a la mentira para adueñarse del poder (o para no soltarlo), aun al precio de traicionar la confianza pública en democracia, descalificando, saboteando o agrediendo al adversario, se resiste a dejar de ser un protagonista casi infaltable en la mayoría de los comicios equivalentes de la escena política internacional.
Una suerte de puesta en escena guionada desde el engaño y la defraudación, que pareciera formar parte ya de los preparativos del juego sucio que precede a cada consulta electoral. Connotando la trampa o la mentira no solo como algo que no responde a la verdad, sino también como la invención de historias para desacreditar o traicionar al adversario, el falseamiento u ocultamiento de evidencias para justificar hechos de gestión o plataformas electorales, las denuncias o acusaciones infundadas, el incumplimiento de promesas o compromisos, la omisión de información, el encubrimiento de actos delictivos, las amenazas o los insostenibles pronósticos apocalípticos atribuibles a la gestión futura del oponente, la distorsión de hechos o estadísticas, la desafectación forzada de presuntos responsables de hechos de corrupción, la extorsión, el atropello o la prepotencia para incumplir dictámenes de la Justicia, la manipulación del discurso político desde la posverdad o la intervención maliciosa de las redes sociales o el enmascaramiento de la visibilidad o de la legalidad de los actos de gobierno.
El fin justificando los medios. ¿Cualquier fin? ¿Cualquier medio? Ya Max Weber, en su libro La política como profesión, había planteado la conveniencia de identificar qué fines justifican qué medios, como una manera de evitar traicionar ciertas responsabilidades éticas mínimas, desde una premisa bastante contundente –”quien no esté dispuesto a perder su alma no puede dedicarse a la política”– y equidistante entre la mentira noble que justificaba Platón, en tanto estuviera inspirada en conseguir un objetivo superior, y la mentira política que propiciaba Maquiavelo, en función de cuánto le sirviera al príncipe para conservar su poder.
Porque la parte de la política así concebida, mentirosa y pendenciera, consigue instalarse, con frecuencia, de espaldas a los intereses y las preocupaciones reales de cada sociedad, aunque lo haga, a menudo, en su propio nombre, con rebuscadas escenificaciones y hasta esquivándole al escándalo o a la vergüenza. A través de lo que dice. De lo que oculta. De lo que hace. De lo que omite. Sobre lo propio. Y sobre lo ajeno. Pero siempre empecinada en conquistar poder, en las antípodas de las condiciones más lícitas y saludables para la construcción de un modelo cívico virtuoso de convivencia republicana más inclusiva, más equitativa.
Y apelando a la ficción, a la farsa y al enmascaramiento para asegurarse, por estos medios, el desvío –en beneficio de sus intereses sectoriales– del sentido mismo de los ejes de la genuina discusión política institucional. La que debería ocuparse de debatir y planificar cómo resolver los problemas de la gente, defender sus derechos, atender su salud, garantizar su seguridad, gestionar el crecimiento y la distribución equitativa de sus recursos, promover su educación y mejorar su calidad de vida, profesionalizando la gestión pública desde un plan estratégico integral.
El poder de la ficción, identificado también por el pensador contemporáneo Yuval Harari, como uno de los factores críticos en el desarrollo humano, nos ubica, en tiempos de hipermultiplicación de medios y tecnologías de comunicación potenciadas por los avances en las neurociencias y la inteligencia artificial, en escenarios de altísima exposición (o vulnerabilidad) frente a la oferta electoral de cazadores seductores montados en su avidez de conquista de poder y cuya capacidad de generar horizontes aspiracionales utópicos por un voto no repara en recursos. Ni en mentiras.
Peor aún, si se advierte, por un lado, que, tal como lo dice Hannah Arendt, lo que ella identifica como mentira moderna se enfrenta a verdades conocidas o compartibles y con trascendencia política inmediata, a diferencia de la mentira tradicional, referida generalmente a cuestiones particulares. Y peor también, por otro lado, si se reconoce que la prédica de Humberto Maturana, en el sentido de que, en rigor, los humanos le ponemos palabras a lo que la emoción decide, viene siendo empleada –a veces, de un modo muy sutil o muy perverso– para ganarse el apoyo de sectores sociales vulnerables recurriendo, precisamente, al manoseo emocional de la voluntad decisoria de los ciudadanos acerca de su destino, malogrando, con prácticas deshonestas, el valor único e insustituible con el que las democracias invitan a ejercer, en libertad, el derecho a elegir representantes capaces de ofrecer alternativas de ejemplaridad e integridad en el gobierno de sus respectivos países.
“Si yo decía lo que iba a hacer, no me votaba nadie”. Declaraciones de un presidente argentino en 1989. Exactamente el mismo que usaba, como eslogan de campaña: “Síganme, no los voy a defraudar”. En una democracia representativa, la herramienta para sancionar la política mentirosa, la mala gestión o la defraudación está en el voto. En el voto al otro. Al que parece encarnar otros valores superadores. Pero, claro, siempre que se logre acertar con la identificación del “lobo” que se esconde tras las mentiras. Para eso, las democracias exigen contar con ciudadanos cada vez más alertas; siempre puede haber un lobo agazapado, bajo la piel de cordero, afilando los dientes para volver a engañarnos o, quizás, para sorprendernos por primera vez.
Consultor de Dirección y Planeamiento Estratégico