El peligro de una sociedad dominada por el miedo
Los relevamientos de opinión pública empiezan a detectar que la angustia, la desesperanza y el escepticismo ya quedan cortos para describir el ánimo social. “Lo que registramos –cuenta un consultor– es miedo; no un miedo asociado a la prudencia y a la incertidumbre propia de la cultura contemporánea, sino más cercano al pánico y al desasosiego”. El miedo atraviesa el tejido social de punta a punta y condiciona desde la vida familiar hasta la economía y el trabajo. Se alimenta de la inseguridad urbana, por supuesto, pero también de la inflación, de la beligerancia política y de una atmósfera social en la que todo se percibe resquebrajado y la hostilidad cotiza en alza. Es una variable que parece demasiado abstracta, pero que sin embargo puede condicionar, en todos los planos, los reflejos y comportamientos de la sociedad.
El poder no suele registrar a tiempo las emociones ciudadanas. Tiende a medir la realidad con aritmética electoral y con técnicas de “toma y daca”. Interpreta los datos con el prisma siempre mezquino de la conveniencia. Sin embargo, los componentes subjetivos son, en definitiva, los que determinan las corrientes subterráneas del comportamiento social. Y esa dimensión emocional es la que hoy parece dominada por un sentimiento que tiende a la parálisis: se arriesga lo menos posible, se toman decisiones de cortísimo plazo, se opta por replegarse e “ir a lo seguro”. Una sociedad con miedo es una sociedad trabada, que pierde capacidad emprendedora y reprime sus propias ambiciones. El miedo actúa como un cepo gigantesco pero invisible que obtura todos los circuitos de la vida pública. Esa “bomba anímica” tal vez sea la más difícil de desactivar en el futuro.
No es exagerado decir que hoy nadie sabe, en la Argentina, dónde está parado. Una familia que se embarque en cualquier proyecto módico, desde hacer un viaje hasta una ampliación en su casa, no podrá saber de antemano cuánto le va a costar. El que se sube a un avión con un dólar a 400 no tiene idea de cuánto estará al tomar el vuelo de regreso y se enfrente al resumen de la tarjeta de crédito. Hacer el presupuesto de una obra se parece a un juego de apuestas o de adivinanzas. No se sabe cuánto valen las cosas: no lo sabe el que compra, ni tampoco el que vende o el que presta un servicio. Todos intentan “cubrirse” como estrategia de supervivencia. El ahorro pierde sentido. Por eso el que tiene un peso prefiere ir a ver a Coldplay, a comer afuera o a recorrer un fin de semana las bodegas de Mendoza. Aunque el Presidente ha leído esos datos como “indicadores de la abundancia”, los especialistas –como Guillermo Oliveto– lo describen como un fenómeno que encubre la angustia de una sociedad que ha extraviado el largo plazo y busca refugio, aunque sea efímero, en una gratificación tangible e inmediata.
La clase media tiene miedo a que las cosas empeoren. Por eso prefiere hacer lo que pueda hoy, sin planificar demasiado ni pensar en el futuro. Carga, además, con la experiencia traumática de la pandemia, que en todas las sociedades del mundo acentuó una sensación de fragilidad, con secuelas muy profundas en países como la Argentina, que resultan más vulnerables frente a cualquier contingencia.
Aun en períodos complejos y sombríos de la historia reciente, hay un motor que siempre funcionó en nuestra sociedad: fue el de la iniciativa y el empuje. El combustible de ese motor ha sido la confianza, combinada con una dosis razonable de optimismo. Aun en coyunturas dramáticas, el porvenir se veía con cierta esperanza. ¿Se está apagando hoy ese motor? ¿Cómo recuperar el entusiasmo? ¿Cómo recrear una ilusión de futuro? Son preguntas que desafían a la política, pero también a la sociedad.
Desde el Gobierno, la estrategia parece ser la de exacerbar el miedo, al punto de tener un ministro dedicado a esa tarea en lugar de velar por la seguridad. Cuando se habla de “sangre y muertos” si gana la oposición, no solo se instala el lenguaje de la violencia, sino que se practica un peligroso “patoterismo de Estado” que abona un clima de desasosiego y temor.
Toda la política oficial crea una atmósfera de intimidación. Se mandan militantes y activistas sindicales a controlar precios; se vocifera contra los jueces y se hacen movilizaciones en la puerta de la Corte; se busca amedrentar con hackeos y espionaje mientras se practican, con arrogancia, la descalificación y el agravio desde los atriles del poder.
El “ministro del miedo”, avalado por la vocera presidencial y el jefe de Gabinete, transmite un mensaje amenazante que podría traducirse de este modo: “Si estás en contra de nosotros, tené cuidado”. Ya se lo hizo sentir a Nik apenas después de asumir. Se naturaliza, así, la práctica de una violencia simbólica desde la cumbre del poder.
La oposición, con peleas y diálogos de sordos, hace su propia contribución a ese horizonte teñido de zozobra.
Muchos empiezan a advertir un doble riesgo en este “imperio del temor”. Es cierto que el miedo paraliza, desalienta y estimula cierta tendencia al statu quo y el inmovilismo. “Las sociedades atemorizadas se vuelven conservadoras”, dicen los manuales de ciencias políticas. Pero ese sentimiento también puede favorecer la tentación del atajo y el salto al vacío. “El miedo suele engendrar totalitarismos”, escribió el historiador norteamericano Christopher Lasch. ¿A qué apunta hoy el poder en la Argentina cuando agita el fantasma de la violencia? La respuesta tal vez aporte un mayor fundamento a esa sensación de desasosiego y de temor que detectan los focus groups. Sin embargo, preguntarnos por el estado emocional que nos atraviesa también puede ser una oportunidad.
Cuando miramos a nuestro alrededor, vemos que la preocupación y el pesimismo dominan el ánimo colectivo. No faltan las razones, por supuesto. La inseguridad hace estragos en los centros urbanos. Ayer mismo se conoció una estadística desoladora: en el territorio bonaerense se denuncian 729 robos por día. Mientras tanto, el narcotráfico domina grandes territorios; la inflación devora los salarios; no hay crédito ni acceso a la vivienda; producir es una aventura condicionada todo el tiempo por los manotazos del Estado y muchos jóvenes ven su futuro fuera del país. Pero también es cierto que no se ha apagado del todo el motor de la sociedad argentina. Hay signos de vitalidad creativa y también de coraje institucional; hay emprendedores y comerciantes que le buscan la vuelta; hay ideas y proyectos que, contra viento y marea, intentan florecer. Hay jueces y fiscales que han honrado su independencia. Late una rebeldía contra el miedo, tanto en las instituciones como en la propia sociedad.
La Argentina elegirá este año un nuevo gobierno. Pero más que eso: elegirá un camino hacia el futuro. ¿Lo hará con miedo o lo hará con libertad? ¿Lo hará con resignación o con alguna esperanza? ¿La sociedad volverá a creer en algo o se resignará a la frustración? Son interrogantes para la dirigencia, pero también para nosotros, los ciudadanos de a pie. Los países que han superado crisis muy profundas han encontrado liderazgos, por supuesto, pero también han creído en ellos mismos. Es la diferencia entre buscar un rumbo o buscar un mesías o un salvador. Nuestro futuro está en el aire. Y dependerá, al fin y al cabo, de la capacidad y la audacia de confiar en nosotros mismos.ß