El peligro de una Argentina que le ponga un cepo al futuro
Nos embanderamos en la épica de la prohibición, abrazados a un intervencionismo que ni siquiera logra los efectos que se propone
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La Argentina está a punto de prohibir su futuro. No sería extraño que mañana se anuncie un cepo a toda iniciativa de crecimiento y desarrollo. Y que un buen día descubramos que el país ha quedado encorsetado en un chaleco de fuerza, sin libertad de movimientos y completamente dependiente de la excepción, el favor y la discrecionalidad del poder de turno.
Los últimos días han sido fértiles en abonar lo que el profesor Marcelo Elizondo ha definido en estas páginas como el modelo del prohibicionismo. Ha quedado prohibido por decreto que los empleados elijan su propia obra social durante el primer año de trabajo. Fue una graciosa e interesada concesión del Presidente a los sindicatos, que de esa manera se aseguran afiliados cautivos para la caja de sus obras sociales. No importa que sea a costa de la libertad de elección, de la conveniencia de los trabajadores y de la competitividad del sistema. El prohibicionismo avanza sin medir daños colaterales.
En medio del feriado y de la distracción por la Copa América, acaban de reforzar el cepo al dólar, con mayores limitaciones para inversores y empresas que acceden a la divisa norteamericana a través de la compra de bonos argentinos. Se mantienen, mientras tanto, las restricciones a las exportaciones de carne, que además de resentir al campo y a la industria frigorífica, aíslan más a la Argentina de los mercados mundiales. No importa que eso implique la pérdida de puestos de trabajo, de inversiones de riesgo, de desarrollo productivo. Nos embanderamos en la épica de la prohibición, abrazados a un intervencionismo que ni siquiera logra los efectos que se propone.
Todo esto pasó mientras el Gobierno prohibía el ingreso al país de más de 600 pasajeros por día. Cambió las reglas de un día para el otro, dejó a decenas de miles de argentinos varados en el exterior, provocó un colapso de las compañías aéreas y afectó a muchas actividades productivas, culturales y científicas que dependen de la conexión internacional. Ni siquiera lo ha hecho con pesar; más vale parece haber transmitido algún regocijo en la prohibición. En medio de la pandemia, la Argentina ha extremado cierres, cepos y prohibiciones sin atender a la ecuación de costos y beneficios. Así fue como prohibió las escuelas, la actividad física, los cruces jurisdiccionales, la actividad comercial en muchos rubros, sin intentar siquiera esquemas quirúrgicos de funcionamiento. Se aplicó una política de “decreto fácil” para prohibir y cerrar, sin atender a cuestiones tan sensibles como la libertad, la salud mental o la necesidad de trabajar. Y por ese camino llegamos al peor de los mundos: una inmensa tragedia de casi 100.000 muertos por la pandemia y, a la vez, una sociedad extenuada, una economía anémica y una juventud sacrificada por la falta de educación y de esperanzas. Eso sí: fuimos “los primeros del mundo” en materia de cepos y cuarentenas.
A esta altura, hemos naturalizado la prohibición. Nos ha parecido normal, durante años, que ante la incapacidad del Estado para combatir la violencia en el fútbol se prohibiera en los estadios el público visitante. Nos parece normal la prohibición de comprar dólares, de firmar contratos de alquiler por menos de tres años o de tomar un Uber. Parece natural que, en lugar de incentivar la creación de empleo, se prohíban los despidos. O que en lugar de regular actividades con razonabilidad y eficacia se prohíban las cadenas de farmacias y se combatan las franquicias inmobiliarias.
Entre prohibir y dar patente de corso, suele haber una zona intermedia: es la zona en la que vive la mayoría de los países del mundo. En esa zona se exige, se fiscaliza y se controla; se fijan reglas estables y previsibles de juego, se acuerdan modelos para que las cosas funcionen. Nosotros, sin embargo, apostamos a las prohibiciones, que suelen ser una invitación al atajo. El exceso de regulaciones y restricciones siempre deriva en mercados paralelos y en un poder discrecional y excesivo del Estado, que administra permisos, excepciones, tutelas y favores.
Las prohibiciones generan efectos prácticos, pero también marcan huellas profundas en la cultura y la psicología de una sociedad. Por un lado, producen perjuicios concretos y materiales, como los que sufren miles de argentinos que hoy no pueden volver al país ni tampoco salir. Pero hay algo más intangible y difícil de cuantificar: es la marca que deja el prohibicionismo en el ánimo ciudadano. Un Estado que, con un decretazo, limita nuestras libertades, cambia las reglas de juego y prohíbe hasta nuestra capacidad para elegir a qué obra social destinaremos parte de nuestro salario, crea en el ciudadano de a pie la angustia de lo imprevisible. Crea algo peor: la sospecha (muy fundamentada) de que hoy te prohíben eso y mañana será otra cosa; hoy te prohíben comprar dólares, elegir la obra social o planificar un viaje, y mañana te pueden prohibir que saques tus ahorros del banco (como ha pasado tantas veces) o que dispongas libremente de tu propiedad (como fantasean referentes del oficialismo). El prohibicionismo, en definitiva, erosiona la confianza y profundiza un clima de inestabilidad en el que nadie se atreve a planificar, mucho menos a arriesgar.
En las últimas semanas se ha acentuado, en definitiva, la sensación de que estamos maniatados y encorsetados por un Estado cada vez más invasivo, más voraz y, a la vez, más chapucero. Detrás de muchas de esas prohibiciones hay un ideologismo autoritario, pero también hay una enorme carga de ineficacia e impericia. El virtual corte de conexiones aéreas es muy revelador: prohíben con regocijo y hasta con alevosía (por ese prejuicio contra los “ricos” que vuelan a Miami), pero sobre todo lo hacen por la ineptitud del Estado para ejercer un eficiente control y seguimiento sanitario que evite el ingreso de las nuevas variantes de coronavirus. Es la misma doctrina que la de los estadios de fútbol: como el Estado no puede controlar a grupos barrabravas, se prohíbe a todos que vayan a la cancha. Esa impericia lleva a analizar el mundo con excesiva simplificación y torpeza: “Más de 100 países mantienen restricciones en sus fronteras”, intentó justificar el Gobierno. No hay ninguno (salvo Corea del Norte) que tenga limitados los vuelos al nivel de la Argentina y que prohíba el regreso de sus propios ciudadanos.
En esta atmósfera de cepos y limitaciones, se imponen también prohibiciones tácitas que lesionan la convivencia y el pluralismo democrático. La crítica y el disenso caen bajo esa sombra de las “mordazas implícitas”. Así es como el que critica se convierte, en el discurso del poder, en alguien que “odia”; el que cuestiona el rumbo de la Argentina es alguien que no quiere al país, y la oposición (según el jefe de Gabinete bonaerense) “es peor que el nazismo”. Es más, el que ejerce el espíritu crítico y se permite plantear dudas sobre el manejo de la pandemia es “negacionista, irresponsable y antivacunas”. La libertad de pensamiento todavía no ha sido cancelada por decreto, pero se nota en el discurso oficial la tentación de hacerlo. Ya ha habido intentos, de hecho, como fue la creación del Nodio, aquella “policía de la desinformación” que proponía vigilar a los medios y las redes.
Asistimos a una Argentina en la que miles de jóvenes y familias, así como centenares de empresas, optan por irse del país. No lo hacen con alegría; más vale con dolor. A muchos les aprieta ese chaleco de fuerza que limita la libertad de movimiento. Sienten que el prohibicionismo les corta las alas, les quita previsibilidad y desalienta cualquier proyecto. Sienten, en definitiva, que entre volantazos y decretos se le ha puesto un cepo al futuro. ¿Les prohibirán irse? Frente al riesgo de que avancen “ideas locas”, hay algo que justifica la esperanza: es el compromiso de una ciudadanía responsable en defensa de su libertad.