El partido que no termina
“Diego nos une” ha sido el lema bajo el cual fue homenajeado Maradona en la ESMA, a la que se insiste en nombrar mal con el prefijo “ex”, cuando nunca dejará de ser lo que fue, el más tenebroso de los campos de detención clandestina, donde “los réprobos se confunden con sus demonios, el mártir con el que ha encendido la pira”, como lo describió Jorge Luis Borges, con solo asistir a una audiencia del juicio a las juntas, en una crónica memorable que sí debieran leer los estudiantes de periodismo para los que se organizó el” festejo” al futbolista. Y si subrayo la palabra “festejo” es por la profanación que entraña hacer de ese campo de detención de la marina una escuela de adoctrinamiento, en lugar de la pedagogía del “Nunca más”, el propósito que tienen todos los museos que en el mundo recuerdan las masacres administradas del siglo XX.
Desde que intento entender y reivindico mi derecho a la memoria y a la verdad en recuerdo de mis dos hermanos presos desaparecidos, arrojados al agua en los vuelos de la muerte de la ESMA, mis lecturas estudio están dominadas por los testimonios directos y las reflexiones filosóficas y morales sobre el exterminio y los genocidios, de donde extraigo la narración de Primo Levi, sobreviviente de Auschwitz. Un testigo por antonomasia que describe un partido de futbol entre los deportados y sus torturadores de las SS, con hurras y gritos que “aplauden, animan a los jugadores como si en lugar de a las puertas del infierno el partido se estuviera celebrando en el campo de un pueblo”. Quien pudiera ver en ese partido una pausa o un rasgo de humanidad, le hacen reflexionar al filósofo italiano Giorgio Agamben sobre la verdadera atrocidad que radica precisamente en ese partido de fútbol en medio de un “horror infinito” porque “ese partido no ha acabado nunca , es como si todavía durase, sin haberse interrumpido nunca, que se repite en cada uno de nuestros estadios, en cada transmisión televisiva, en cada normalidad cotidiana”.
Para los argentinos nunca se interrumpirá el Mundial de fútbol de 1978, utilizado por la dictadura militar para que los gritos de gol y los hurras nacionalistas taparan los gritos de dolor de los torturado y acallaran las denuncias contra nuestro país con la apelación emocional del “somos derechos y humanos”. Menos aún para los familiares directos que recordamos la espera en la Avenida de Mayo para denunciar ante la Comisión de la OEA las desapariciones y recibimos los gritos del nacionalismo futbolero que provenían de los adolescentes que salieron a la calle en 1979 para festejar el triunfo de la selección juvenil de la Argentina en Japón, donde debutó internacionalmente Maradona. Vestidos todavía con sus uniformes escolares, estimulados por el adoctrinamiento oficial y los relatores de fútbol que desde sus micrófonos vociferaban contra la visita de la Comisión, insultaban a las madres por “antiargentinas”.
Nada tengo contra los homenajes a Maradona, que deberían realizarse en los estadios deportivos, nunca en un lugar de muerte tan asociado al fútbol. Respeto y compadezco el dolor de sus hijos, la soledad y el abandono de su muerte, el silencio de las hoy llamadas feministas ante las tragedias de las adolescentes que van detrás de la fama o el dinero, pero convertir a Maradona en un activista de los derechos humanos por sus fotografías al lado de las Madres, sus tatuajes del Che Guevara o su defensa de Fidel Castro, Chávez y Maduro ofenden la memoria de todos los que igualmente tenemos derecho a honrar a nuestros muertos con respeto y sobre todo silencio, como sucede en los camposantos, en los museos y en nuestros corazones.
Borges tenía razón, “la cárcel es infinita” y en mi auxilio acudo una vez más al filósofo italiano Agamben, quien nos advierte que si no llegamos a comprender ese partido de fútbol que se jugó en Auschwitz como sucedió con los que se jugaron entre los presos desaparecidos en la ESMA y sus captores -tal cual se lee en algunos testimonios de los sobrevivientes- ni logramos que esos partidos terminen, no habrá nunca esperanza, y los argentinos permaneceremos aprisionados al odio y a la venganza, sin que entendamos que la única unión posible es la que sepamos construir sobre nuestras diferencias, con respeto y en silencio.
En tanto, aquel partido que unió a “los réprobos con los demonios, al mártir con el que encendió la pira”, se sigue jugando en esos homenajes.