El pariente loco
Toda familia tiene personajes floridos. En la peronista hay tantos que, más que contarlos, podrían pesarse, al decir del valijero Leonardo Fariña y su particular descripción de cómo se calcula el dinero de la corrupción.
Un sujeto tan rimbombante como polémico es Guillermo Moreno. El exsecretario de Comercio Interior dijo: "No es que a Alberto le hacen tomar decisiones; él es un fanático de la toma de decisiones. El tema es que las toma mal". Y que si bien en economía el Presidente "recibió un desastre de Macri, un muchacho que es vago e ignorante, comparado con eso estamos mucho peor".
Quien diga que en su familia no tiene un Guillermito Moreno debería repasar un poco más esos lazos. Seguro que encuentra.
Allá por los 70, había en Lanús un carbonero al que le decíamos don Carlos, a pesar de que se llamaba Deolindo. Pero eso no viene al caso.
Tenía una familia muy grande y las reuniones trascendían los límites de su casa, que, ya de por sí, era bastante grande. A cada pariente, don Carlos le había puesto un mote: estaba el "simpático", el que lo único que llevaba a las reuniones era la guitarrita y un par de amigos de la supuesta banda de música que tenía. Todos comían de arriba.
Existía la "malquerida": salvo el 30% de la familia que le tenía miedo y unos pocos que le debían plata, el resto no se la bancaba.
También, la "vengativa". Siempre dispuesta a ofrecer cosas que no iba a cumplir y a botonear a los que osaban mandarla al frente.
La "exhibicionista" era muy exhibicionista: le gustaba destaparse a lo grande, pero odiaba que le descubrieran los chanchullos que ella creía saber disfrazar.
En medio del desmadre, recetarle sal a un sediento resultaba insignificante
Al "naboleti" no le dejaban decidir nada. Era especialista en no ver la realidad. Era torpe, distraído y capaz de recetar una barra de chocolate para curar una caries.
El "supercuervo" no se perdía una reunión. Era un abogado con respuestas multipropósito y que se jactaba de cobrar de todas las cajas y de haber defendido a todos los ladri.
Otra fija en esas reuniones era la "tía Watteau". Siempre le regalaba a la abuela la misma colonia, misma fragancia, proveniente de la misma farmacia, donde la conseguía con descuento.
El primo "jardinero" jamás cortó un yuyito, pero se la daba de conocedor. Cuando se enojaba era capaz de sacar una tijera de podar del bolsillo al grito de "por donde vos pisás no crece más el pasto".
Otro era el "camaleón": fácil reconocerlo. Un día jugaba para uno y otro día, para el contrario.
El "referí" era un tipo imperturbable. Siempre zen, siempre componedor. Sabía de números, tenía un doctorado y le encomendaban las cuentas de la fiesta para dividir los gastos, aunque muchos no lo respetaban.
Flor de personaje era el "bivalvo". O el "molusco": sedentario, con caparazón resistente. Le hacían y le decían de todo. Nunca le entraban las balas.
El "maldito", otra gran adquisición. Su función era contradecir, aunque estuviera de acuerdo. Le encantaba ver las reacciones. Muy divertido.
La última fiesta multitudinaria en lo de don Carlos terminó en batahola. Por eso fue la última; nadie quiso volver a reunirse. A poco de empezar, el maldito criticó que el simpático y sus amigos se llenaran la panza sin poner un peso para la comida. La abuela, demasiado indulgente con los vivillos, echó al maldito de la fiesta y le pidió al resto que saliera en defensa de los chicos de la banda.
La malquerida fue la primera en hacer caso, seguida por la vengativa. Todos tenían cosas en sus vidas bastante más graves que andar mendigando un sanguchito o quedarse con los vueltos de los demás.
El supercuervo y la tía Watteau se aliaron rápido con el único propósito de sacar ventaja de la situación.
La exhibicionista festejó que desviaran la atención hacia otras macanas y se olvidaran por un rato de las suyas.
El bivalvo se hizo el zonzo y devolvió la pelota: "Yo no traje al simpático y a sus músicos, aunque me caen bien. Que los demás decidan qué hacer con ellos".
El camaleón esperó paciente a ver quién iba ganando la pelea para ponerse de ese lado. Y naboleti se sintió libre de decir y de hacer a su antojo. En medio del desmadre, recetarle sal a un sediento resultaba insignificante.
Al referí lo dejaron solo con sus cuentas y sus promesas de salvataje económico familiar, mientras el tío jardinero juntaba los proyectiles que volaban entre las mesas para poder mostrarlos como trofeo de guerra.
Desde afuera miraban descorazonados los buenazos de siempre, los que periódicamente iban al encuentro familiar con la ilusión de fortalecer los lazos, robustecer los vínculos y ayudar en lo que hiciera falta. Algo muy parecido a lo que hacen los ciudadanos biempensantes en épocas de elecciones. A quien ve la política como una gran familia no le será difícil hallar similitudes entre los personajes citados y muchos de nuestros dirigentes.
Hace unos meses, ante el polémico comportamiento de Donald Trump respecto de la pandemia por coronavirus, el actor Robert De Niro dijo que el presidente de los Estados Unidos era "como un pariente loco". Menudo problema cuando esos parientes están a cargo de un país.
La columna de Carlos M. Reymundo Roberts volverá a publicarse el 6 de febrero