El Papa y Obama, en un mundo en cambio
El papa Francisco y el presidente Barack Obama han inaugurado casi simultáneamente nuevas formas de liderazgo sobre los cientos de millones de personas que, de una u otra manera, los siguen. Antes, el liderazgo papal se ejercía más que nada sobre los católicos. Hoy, la influencia papal es más amplia y más suave. De un lado, también alcanza a los no católicos de un modo inédito. Del otro, su presencia al frente de la grey católica es más viva, más original que antes.
El papa Francisco y el presidente Obama, que ayer se encontraron en Washington, están tratando de responder, por lo visto, a los cambios que afectan a la masa de sus seguidores. Las fronteras de la grey católica son menos rígidas que en el pasado; en cierta forma, son más difusas.
Quizá la palabra más certera para describir esta transformación ya no sea "liderazgo", sino "influencia", a la vez más amplia y más vaga. Que la influencia de la Iglesia Católica ha venido creciendo, ¿quién podría negarlo? Pero otra cosa es, por cierto, definir con rigor los alcances de este crecimiento. ¿Es un verdadero auge o es apenas una moda?
En un mundo abierto como el actual, frente al entrecruzamiento de las más variadas influencias se hace cada día más difícil determinar cuál de ellas es la más notable. ¿Estaremos fundando, acaso, una nueva Babel?
Podría intentarse una simplificación de estas corrientes en busca de una mayor claridad, a riesgo de agravar la incertidumbre en caso de fracasar. La pregunta es en todo caso terriblemente simple: ¿adónde va el mundo? ¿Hacia arriba o hacia abajo? ¿O estas dos dimensiones sólo traducen nuestra propia ansiedad?
Si afirmáramos que el mundo "va" a alguna parte, buena o mala, ¿no nos podrían acusar de voluntarismo? ¿Quién sabe, en todo caso, adónde va el mundo? ¿Quién podría anticiparlo?
Hay un concepto que acaba de irrumpir desde la teología. Fue estudiado por el teólogo Ratzinger antes de ser elegido Benedicto XVI. Es el concepto de "la paciencia de Dios". Ratzinger sostiene que "sufrimos por la paciencia de Dios". Esta paciencia, por lo visto, es infinita y reside al parecer en la tolerancia también infinita de Dios para con los hombres. Pero, con todo su poder, Dios no quiere desconocer nuestra libertad. De esta libertad, así respetada, provienen a la vez la dignidad y la fragilidad de los seres humanos.
En verdad, trazar una correspondencia entre Dios y los seres humanos implica asumir el riesgo de penetrar en el misterio. Pero el misterio desafía nuestra arrogancia. Sin asumir el misterio, sin embargo, ¿podríamos seguir viviendo? ¿Podríamos detener el impulso de nuestra insaciable curiosidad?
Esta insaciable curiosidad de hombre, su vez, ¿es positiva o negativa? Gracias a ella nos hemos internado en aventuras sin cuento. Por culpa de ella, asimismo, hemos aceptado riesgos irrazonables. Es que los hombres hemos sido, una y otra vez, irrazonables. ¿Pero qué podríamos haber acometido sin el auxilio de la sinrazón? ¿Qué podríamos haber intentado sin las locuras de la razón?
A esta altura de nuestras cavilaciones, tendríamos que agregar el peso de lo imponderable. ¿Es la historia acaso un juego de dados? ¿Es lo que llamamos "casualidad" verdaderamente casual? ¿Cuántas veces han contado, en la historia, los imponderables? Los ensayistas han resaltado más de una vez lo imponderable, lo que nadie pudo anticipar. Habría que incluir aquí el juego sutil de las motivaciones. A la larga, por ejemplo, ¿los audaces no llevan las de ganar?
Siendo menos, ¿no han tendido a prevalecer los que aceptaron arriesgar? ¿Cuál es el papel que cumple la convicción en las batallas? La nobleza de las intenciones ¿no cuenta acaso en las confrontaciones? ¿O incluiría este juicio un exceso de idealismo?
Podríamos viajar en este tema hacia un justo medio aristotélico. Pongámoslo así. Por reglas generales, el más fuerte o el más hábil lleva las de ganar a menos que su adversario lo supere claramente. Dentro de esta evaluación se incluyen las motivaciones respectivas. A menos que las diferencias en las motivaciones y en las potencialidades sean muy grandes, ganará el que reúna una mayor masa de maniobra en el momento de la acción. Y siempre habrá de tenerse en cuenta que dentro de las limitaciones respectivas, como decían los antiguos, la fortuna ayuda a los audaces. A la larga, por consiguiente, los débiles no son tan débiles ni los fuertes son tan fuertes. De otro modo, no se explicaría el éxito de las guerras de independencia.
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