El paño amarillo
En 1958, Guillermo Roux tenía 28 años, un trabajo de tiempo completo, un cuarto de pensión donde descansar y unos pocos pesos en el bolsillo, que gastaba por las noches en fideos con manteca y en velas. Necesitaba velas para pintar después de las diez porque en la pensión del signore Michele, en la vía Fabio Massimo, Roma, a esa hora había que apagar la luz. Pero Roux necesitaba pintar. Tenía una mujer, Lina Guccerelli, con quien estaba recién casado. En esos ratos que compartían antes de caer rendido de cansancio, Roux pintaba y la novia cosía y posaba.
De 8 a 22, Roux era ayudante de Umberto Nonni en un taller de decoraciones de estilo renacentista y régimen medieval: las obras que hacían para templos eran anónimas y colectivas, se empleaban técnicas antiguas y el dinero se repartía entre todos. Le alcanzaba para ese cuarto con colchón de lana no cardada, que pinchaba a través de las sábanas rústicas, el tranvía, un baño por semana en la terminal de ferrocarril, comidas al peso y vasos de vino de barril. Los fines de semana se dedicaba a estudiar arquitectura y pintura.
Iba caminando a todos los museos y ruinas de Roma y hacía copias, como una manera de estudiar técnica a través de la historia del arte. Y ajustándose a la técnica de los primitivos del 1300 hizo los dos cuadros más emblemáticos de esta etapa temprana de su obra, únicos sobrevivientes de la travesía trasatlántica que lo trajo en barco de regreso y de los incontables viajes que realizó después: Las medias rojas (1957) y El paño amarillo (1958). Están pintados con veladuras, con temple de huevo, como hacían los pintores del período que estudiaba. El escenario es aquella pensión, la luz es de vela, la modelo, Lina.
Lo fascinaban los pintores regionales, con resabios del Medioevo, porque era posible descubrir sus secretos de manera más fácil que de los maestros renacentistas. En el Museo Vaticano había una colección, que Roux miraba y copiaba. Le interesaba descifrar su lenguaje y la receta de esa pintura esmaltada, con unas extrañas incisiones, parecidas al fresco. Entonces, leía cartas, manuscritos y libros en las bibliotecas del Palazzo Venezia y de la Galleria de Arte Moderno, donde pasaba horas. Al Vaticano entraba sin pagar porque Totó, un compañero de pensión, trabajaba en la boletería y lo hacía pasar. También lo inspiraba Giorgio de Chirico, a quien una vez se cruzó en un café. Su metafísica, y esa forma de mezclar los objetos, donde no había atmósfera, pero había espacio.
En El paño amarillo y en Las medias rojas está en germen mucho de lo que florecerá con el tiempo en la obra del artista: las pinceladas cortas, los colores puros, las proporciones regidas por la sección áurea. En Las medias rojas, a Lina no se le ve la cara. Muchos años después retomará la pintura de cuerpos sin cabeza. La geometría ya estaba ahí, equilibrando cada parte, y será fundamental cuando empiece a desarticular las figuras.
Todo esto lo sé porque Roux me lo contó hace un tiempo, cuando me relataba sus memorias para que escribiera el libro Guillermo Roux en sus propias palabras (Planeta, 2018). Y volvimos a hablar ayer, porque El paño amarillo fue noticia esta semana: ingresó a la colección del Museo Nacional de Bellas Artes como donación del artista. La gestión demandó años de trámites, que la curadora Cecilia Medina comandó con tesón junto con el equipo de profesionales del museo. Se espera que Las medias rojas, en una colección particular en Chile, siga el mismo camino. En el museo ya se guarda Juego interrumpido (II versión), de 1976.
"Me sentí salvado -me dice Roux al teléfono-. La pintura es algo que uno quiere decir. Una necesidad de expresión de algo que a uno lo conmovió y quiere compartir. Me parece maravilloso que esté en el MNBA porque significa que la pintura es de todos, y no quedó encerrada en un circuito pequeño. Es lo que siempre he soñado. Algo mío se salvó".