El pajarito chiquitico y el triunfo del kitsch revolucionario
La muerte de Hugo Chávez fue acompañada por una marea roja de dolor genuino. Otra cosa fue –y es todavía un mes después– el decorado oficial de ese dolor. No son lo mismo el hecho real y su consecuencia emocional directa que su representación escenificada.
En medio, como siempre, se cuela la política, que echa mano de todos los recursos disponibles, incluidos los estéticos. Y la muerte de Chávez, seguida de los primeros actos del traspaso del cetro chavista hasta la imagen edulcorada del "pajarito chiquitico" que se le apareció a Nicolás Maduro y lo bendijo esta semana en el pueblo natal del ex presidente, redundó en un hecho estético quizá clave para entender lo que puede ocurrir en Venezuela: el triunfo del kitsch. Un kitsch revolucionario, al servicio de la revolución.
La apuesta comenzó en el minuto uno luego de la muerte de Chávez. En la escena misma del funeral apoteósico del comandante supremo y la entronización sobrecargada del nuevo presidente, regada de frases exageradamente dignas de manuales de historia y apelaciones grandilocuentes a la trascendencia del héroe fallecido pero eterno, comenzó a tomar forma y color lo que desde entonces ha sido una escenografía del exceso. Eso es el kitsch: el exceso, el guiño demasiado obvio, la copia barroca de dudoso gusto y calidad, la pantomima que poco tiene que ver con el dolor seguramente real de muchos. Y ese kitsch, reproducido hasta el cansancio durante el último mes de campaña, es ahora la base del poder de Maduro y la cifra de sus posibilidades en las elecciones presidenciales del próximo domingo. Dicho de otro modo, su poder presente y futuro se apoya en buena medida en la estética del desborde chavista. El kitsch es el "pajarito chiquitico" que sobrevuela al elegido y le silba su bendición en un momento de recogimiento casi religioso. El kitsch es el artificio de folletín destinado a despertar una emoción prefabricada.
Por eso es una categoría estética, pero también (o sobre todo) una forma de demagogia. Como señaló Adorno, el kitsch es lo bello menos su parte fea. Llevado al terreno de la política, ese disimulo sin inocencia alguna viste de santo al líder carismático y convierte su relato en un padrenuestro que no admite cuestionamientos. El kitsch se convierte así en el decorado del discurso único.
En La insoportable levedad del ser, Milan Kundera se ocupa del kitsch en la Praga de la Cortina de Hierro e intenta una explicación política del ideal estético que proponía el socialismo, con el convencimiento de que el kitsch es, en realidad, "el ideal estético de todos los políticos, de todos los partidos políticos y de todos los movimientos", aunque sólo en algunos casos se vuelve discurso único. "Allí donde un solo movimiento político tiene todo el poder –escribe Kundera–, nos encontramos de pronto en el imperio del kitsch totalitario. [...] En el imperio del kitsch totalitario las respuestas están dadas de antemano y eliminan la posibilidad de cualquier pregunta. De ello se desprende que el verdadero enemigo del kitsch totalitario es el hombre que pregunta. La pregunta es como un cuchillo que rasga el lienzo de la decoración pintada, para que podamos ver lo que se oculta tras ella." También el chavismo después de Chávez pretende que las preguntas no rasguen su decorado.
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