El país y la “enfermedad holandesa”
La llamada “enfermedad holandesa”, o “mal holandés”, o “síndrome holandés”, fue un fenómeno económico que se produjo en Holanda en la década del 60 debido a los extraordinarios ingresos de divisas que recibieron los Países Bajos a raíz del descubrimiento de yacimientos de gas natural en el norte del país. El aumento de las exportaciones provocó una fuerte apreciación del florín, moneda local anterior al euro. Esto perjudicó a las demás exportaciones tradicionales, que perdieron competitividad en sus ventas al exterior. Este fenómeno ha afectado y todavía afecta a varios países, por lo que también se habla de la “maldición de las materias primas”.
Una solución para este problema fue la creación de fondos soberanos en el exterior con las divisas generadas, para ir repatriándolas gradualmente de manera de estabilizar el flujo. Los Países Bajos no lo hicieron y, luego de una década, los ingresos provenientes de las exportaciones comenzaron a caer, los sectores tradicionales no pudieron aumentar sus exportaciones y la actividad económica se contrajo. Otros países afectados por este fenómeno de bonanza repentina, como Noruega, Rusia o Kuwait, sí crearon fondos soberanos para regular el flujo de sus ingresos.
Hasta fines de la década del 20, en la Argentina se produjeron elevados ingresos de divisas. Sin embargo, se administraron estos fondos para desarrollar la infraestructura que posibilitó su gran desarrollo, sin sufrir las consecuencias negativas de la “enfermedad holandesa”. Si bien en esa época no había industria, salvo la agroindustria, durante décadas hubo estabilidad de precios. El tipo de cambio se manejó a través de la Caja de Conversión, creada en 1890, hasta 1914, cuando, por la Primera Guerra Mundial, se suspendió. Luego se dejó flotar hasta que se reinstaló, en 1927. En 1915, el valor del dólar era de 2,40 pesos moneda nacional, y en 1926, era de 2,44, con un promedio de 2,54 entre esos años.
Pero con la crisis mundial que comenzó en 1929, originada en Estados Unidos, se cerraron los mercados y cayeron los precios agropecuarios, por lo que se produjo una aguda escasez de divisas. Comenzó a desarrollarse una industria incipiente, que los gobiernos protegieron manipulando el tipo de cambio para subsidiar a los consumidores urbanos a costa de los ingresos del sector agropecuario, único proveedor de divisas, dando lugar a recurrentes crisis en la balanza de pagos.
La Argentina tuvo otra experiencia negativa de este tipo a principios de la década del 2000, cuando recibió ingresos extraordinarios por los elevados precios agropecuarios internacionales, pero en lugar de administrar ese flujo externo prefirió utilizarlo para subsidiar los precios de los servicios públicos durante años. La cotización del dólar a la salida de la convertibilidad saltó a 3,37 pesos en 2002, pero para 2010 el dólar estaba en 3,96 pesos, es decir, con una suba de 17,5%, frente a una inflación de 200% en el mismo período, lo que redujo la competitividad de la economía.
Además, el país sufrió varias veces los efectos negativos de la “enfermedad holandesa”, no debido al ingreso de divisas por la exportación de materias primas, sino por la toma de deuda en los mercados internacionales para cubrir déficits fiscales. El problema es que a diferencia de los excedentes comerciales, estos dólares hay que devolverlos y con intereses. Un episodio crítico en este sentido ocurrió en la década del setenta.
Entre diciembre de 1975 y el mismo mes de 1980, la deuda externa de la Argentina creció 246%, de 7901 a 27.322 millones de dólares, dando inicio a una serie de endeudamientos irresponsables que nos transformó en “defaulteadores seriales”. En ese período, la cotización del dólar oficial subió 5693%, pero la suba fue muy inferior a la que sufrieron los precios al consumidor, de 21.456% (primera hiperinflación). Como consecuencia, el peso se apreció frente al dólar. El “atraso” cambiario perjudicó a la industria local, que se mantuvo prácticamente estancada entre esos años, ya que solo creció 3,3%. El peso sobrevaluado no solo perjudica a la industria nacional para competir en el mercado interno, también afecta la posibilidad de mejorar su pobre performance exportadora.
Para no caer nuevamente en estas fallidas experiencias, los gobiernos, tanto nacionales como provinciales, deberían resistir la tentación de endeudarse para financiar déficits fiscales, destinando el financiamiento externo solo a obras de infraestructura, que son fondos que no necesitan ser gastados todos de golpe. La inversión extranjera directa (IED) es bienvenida. pero debería dirigirse a sectores exportadores que puedan generar divisas. También se deberían evitar los movimientos bruscos del tipo de cambio provocados por el ingreso y egreso de capitales llamados “golondrina”, que generalmente son de muy corto plazo.
Más allá de que un tipo de cambio suficientemente alto y sostenido en el tiempo permita aumentar las exportaciones industriales y las del sector de servicios denominado “economía del conocimiento”, si la Argentina ordena su economía no necesitará volver a endeudarse, corriendo el riesgo de atrasar el tipo de cambio, ya que tiene un enorme potencial como país exportador de materias primas. Concretando las necesarias inversiones, el petróleo y el gas de Vaca Muerta, el litio, el cobre y, sobre todo, el sector agropecuario, si se eliminan los derechos de exportación y otros impuestos distorsivos, tienen inmejorables perspectivas para generar fuertes ingresos de divisas en un futuro no tan lejano. Pero, de producirse un saldo comercial favorable en forma permanente, el país deberá adoptar las medidas necesarias para que no pase lo que sucedió en el caso de la “enfermedad holandesa”.