El país, en la encrucijada de honrar o no sus compromisos
El valor de la palabra es inmemorial. Desde el Génesis, su potencia creadora es innegable: primero fue el Verbo; le siguieron los hechos y las cosas. También su capacidad de manipulación y engaño; basta recordar la habilidad de la serpiente y la indolencia adámica. En el derecho su valor es fundante, por ser el sustrato elemental de todos los vínculos. Toma especial relevancia en el ámbito internacional, donde se sintetiza en la frase pacta sunt servanda (el pacto es ley); no solo está mal visto faltar a la palabra, mentir: más grave aún, el engaño ha sido siempre de patas cortas y tiene graves consecuencias.
En algún lugar de nuestra historia los argentinos quedamos prendados de hábiles sofistas, tergiversadores de los hechos y hasta de la materia con palabras. Tal vez sea nuestra literatura (qué distinto sería si nuestro libro de cabecera fuera Facundo y no Martín Fierro). Tal vez sea esa tradición política que empezó con personalidades de silencios enigmáticos, se perfeccionó con parlanchines, citadores de pícaras frases populares comunes, y alcanzó su cenit con la máxima suprema de la incoherencia: “miren lo que hago y no lo que digo”.
La Argentina enfrenta otra vez la encrucijada de honrar o no sus compromisos internacionales. Decisión capital, de esas que condenan a años de atraso y desengaños, o permiten mirar la cruda realidad a los ojos y tutearla con coraje. Lamentablemente no es difícil predecir el fin del cuento esta vez, como esas fábulas tristes de Esopo. La razón es sencilla: estamos en manos de malas repeticiones, que a fuerza de mentiras, contradicciones e incoherencias, perdieron toda legitimidad, la de las urnas y la de los hechos. Por más que quieran hacer creer otra cosa.
Desde que nace el derecho internacional moderno con la escuela de Sevilla y Hugo Grocio, los países tienen palabra y memoria. Anverso y reverso de la misma moneda: cumplen con sus compromisos y recuerdan, su comportamiento y el de los otros. Eso se llama buen nombre, reputación. Es un tejido que se elabora a lo largo del tiempo y requiere algo tan inasible pero básico como la seriedad: conducta repetida que lleva a ser predecible y se traduce en seguridad jurídica.
Estamos caminando en el desfiladero, perdiendo el tiempo. Desde hace más de dos años, revoleando culpas, pretendiendo que un gobierno es el Estado (superposición conceptual tan populista), negando continuidades, responsabilidades y futuro. Y acá aparece el rol institucional de la oposición en toda su dimensión. Tiempos de pensar como estadistas, y no pretender que diálogo institucional es trueque de carguitos para familiares y amigos, y otras ventajillas. De establecer la agenda: por manda constitucional, es el Congreso el ámbito donde debe resolverse la posición sobre la deuda. Ahí los power points, las lecciones de economía de primer año, pero sobre todo la discusión que nos debemos todos los argentinos en un tema tan arduo. Por algo se puede empezar a construir con palabras nuestra palabra.