El país de la emergencia crónica
El horizonte de previsión de la sociedad argentina se ha reducido cada vez más. No es algo que haya sucedido sólo en los últimos meses, sino que lleva años. La sociedad no consigue estabilizarse en ninguna rutina y la emergencia ya no es un estado pasajero, sino permanente. Tal vez sea ésa la única rutina, haber renunciado a la planificación de nuestro futuro. La pura improvisación no constituye una forma nueva de gobierno, pero está alejada de eso que llamamos institucionalidad, con sus plazos y procedimientos rigurosamente previstos por sobre el humor de las personas y las eventualidades cotidianas.
Entre nosotros, la emergencia no siempre es el resultado de un imponderable (como un terremoto); con más frecuencia, es el resultado de haber postergado imprudentemente decisiones necesarias.
La emergencia es una situación que se manifiesta súbitamente, cuya resolución exige actuar rápido de forma diferente a la habitual. Es crónica aquella situación, por lo general negativa, que se prolonga en el tiempo. La noción de una emergencia que se ha hecho crónica es contradictoria, porque quiere decir que el estado de excepción se ha transformado en un estado permanente. Todavía peor, sugiere que el tiempo nos ha acostumbrado a ella sin que lo hayamos advertido.
Cuando el tren que se dirigía a Once se declaró en emergencia, su conductor ya sabía que los frenos no funcionaban correctamente, pero era tarde para detenerlo. Los paragolpes hidráulicos de la estación no funcionaban, estaban en emergencia desde hacia años. De hecho, la Emergencia Ferroviaria está vigente desde 2002. Los 51 muertos de la tragedia de Once sólo se agregaron a los de una lista de accidentes ferroviarios que pocos meses antes había sumado 11 muertos. El accidente del avión de LAPA en Aeroparque se debió, en parte, a la manera en que pilotos y operadores se habían habituado a ignorar las alarmas automáticas de la aeronave. Acostumbrados a la emergencia, hemos aceptado el peligro y la precariedad como parte de la normalidad cotidiana.
La emergencia es también un estado psicológico: en primer lugar, cuando se reconoce que los hechos nos han sorprendido, que las cosas están fuera de control. De algún modo, ésa es la confesión de que hemos perdido el control de los acontecimientos. Una comunidad organizada es aquella que ha conseguido ordenar sus recursos, administrarlos de la mejor manera posible, superando así la improvisación; reconocer la emergencia es reconocer el fracaso de esa organización, el de la previsión y el del orden que se creía tener.
Todas las actividades organizadas necesitan de un horizonte de previsión. La agricultura, regida por el ritmo biológico de los cultivos, exige un horizonte de previsibilidad cuya mínima unidad de medida es el año. La industria en general tiene sus tiempos de planificación, desarrollo y equipamiento. La exploración y la extracción de petróleo tienen un horizonte mayor debido a la incertidumbre de las exploraciones, y el sector mide las reservas comprobadas en los años que restan para consumirlas (normalmente, entre 10 y 15). Para la Argentina, esas reservas se han reducido a 5 años; nos aproximamos precipitadamente a una emergencia que obedece a la falta de anticipación y planificación. Después de años sin inversión suficiente, la emergencia energética es declarada en el mismo acto de estatización de YPF. Está por cumplirse el término de 100 días para que la nueva dirección ofrezca un plan de acción, inevitablemente, de emergencia.
Las leyes de jubilación forman parte de la previsión a largo plazo. Sin embargo, la emergencia previsional en que cíclicamente se declaran la nación y provincias es la rendición de un sistema que ha consumido sus recursos en otras emergencias que fueron consideradas más urgentes.
Por raro que parezca, el estado de emergencia también puede ser un estado secretamente deseado. Porque habilita a hacer lo que en principio la sociedad no acepta. La ley de emergencia económica, que está vigente desde 2002, fue prorrogada hace poco hasta 2013, aunque diputados de la oposición la rechazaron por considerarla un pretexto para seguir ejerciendo facultades discrecionales.
Tal vez debido a nuestra especial inclinación a la negación, frecuentemente los gobernantes sólo encuentran la oportunidad de hacer lo que debe hacerse cuando ya no queda mas remedio, aplicando la así llamada "cirugía mayor". Pareciera que algunas medidas no pueden tomarse si no es amparándose en la emergencia, evadiendo la responsabilidad de una decisión que no se tomó antes voluntariamente, y que se presenta después como inevitable consecuencia de acontecimientos incontrolables. Las devaluaciones estruendosas fueron, entre nosotros, una forma de la emergencia, en la que los defensores de nuestros ahorros nos presentan su claudicación de años como una opción inevitable. Del mismo modo se presentó la necesidad de privatizar compañías de servicios públicos que se habían dejado caer en la emergencia crónica. Contraria, pero simétricamente, se presenta ahora como urgente la estatización o intervención de compañías de servicios públicos que se declaran en emergencia luego de años de tolerancia regulatoria por parte del Estado. Esto incluye a los trenes, cuya administración se les quita a los mismos operadores a los que se les había consentido años de emergencia crónica.
La emergencia crónica atraviesa ya la gestión de varios gobiernos. La emergencia ambiental de la cuenca Riachuelo-Matanza es sólo una de las tantas pruebas. Superar el síndrome de la emergencia crónica exigiría, primero, aceptar hasta qué punto es un dato estructural de nuestra realidad política, administrativa y económica.
A medida que sumamos más emergencias a nuestro funcionamiento social y nuestra vida diaria, más nos acostumbramos al creciente estado de precariedad. Algo que se expresa en la manera en que la emergencia social, declarada en la generalización del subsidio a la pobreza y el desempleo, deviene en rutina. En la historia particular de cada desempleado, el estado de emergencia crónica es también la condena a vivir fuera de la comunidad productiva. Para la sociedad, en su conjunto, es haber perdido la capacidad de aspirar a un futuro mejor.
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