El padre de Lolita
Por Rodolfo Rabanal
Si hubiera que establecer un icono de Vladimir Nabokov, bastaría con dibujar a un señor formal procurando cazar jovencitas con una red de atrapar mariposas. Y aunque resulte injusto reducir a uno de los más brillantes escritores de este siglo a tan fáciles referencias, su pasión por las mariposas y el tema candente de su novela de más éxito, "Lolita", han contribuido a que para la mayor parte de las personas decir Nabokov signifique evocar esa ficción trágica donde una niña inescrupulosa es seducida y seduce al inescrupuloso marido de su madre. Con todo, y si bien jamás se pudo afirmar que Nabokov tuviera aventuras con criaturas de doce años, le sobrevive la vaga sospecha del pecado, sospecha que -ella sí bastante perversa- encarece la atracción de su nombre.
Ahora que se cumplieron cien años del nacimiento de Nabokov, y veintidós de su muerte en Montreux, Suiza, "Lolita" es ya una leyenda literaria más bien agridulce y un tanto gastada, aunque el cine, tentado por su "atrevimiento" argumental, la adaptó dos veces con parecido escándalo y diverso éxito. Aparte de eso, es también el apelativo que reciben las chicas sexualmente precoces. Afortunadamente, la obra de Nabokov y su propia vida son motivo de renovado interés y mejores estudios, mientras crecen por todas partes sus lectores. "Ada, o el ardor", "Pálido fuego", "Pnin", "La vida secreta de Sebastian Knight", entre otras, son novelas suficientemente mayores como para que la fama de Nabokov no dependa exclusivamente de un único libro.
Probablemente, ningún otro artista o intelectual ruso, ni antes ni después de él, supo encarnar al emigré antirrevolucionario de 1917 como lo hizo Nabokov, que desplegó la irreprochable habilidad de transformar su exilio de por vida en una elegante y desdeñosa trashumancia, inaugurando -de paso- un género de existencia cultural que George Steiner definió, más tarde, con una palabra justa aunque incómoda: extraterritorialidad. Y habría que agregar "extralingüicidad", ya que la mayor parte de su obra la escribió en inglés, su primer idioma después del ruso.
Hoy, mientras se celebra su centenario -con éxito en los Estados Unidos y sin demasiada eficiencia ni calor en su país natal-, "Véra, retrato de un matrimonio", un libro de Stacy Schiff, desnuda la intimidad del célebre escritor a través de la vida de su mujer, Véra Nabokov, que durante cincuenta años no sólo fue su esposa, sino (quizá principalmente) su secretaria infalible, su devota esclava, la madre de su hijo Dmitri y hasta su alter ego. Véra, una pálida belleza de silenciosa presencia, escribía al dictado, pasaba en limpio las famosas tarjetas de archivo en las que Nabokov borroneaba sus ideas y mecanografiaba las versiones definitivas de sus obras y de sus clases en la Universidad de Cornell, Estados Unidos, durante más de quince años.
Cuando Nabokov murió, en 1977 -en un hotel suizo donde ambos vivían desde 1964-, Véra expresó su desconsuelo pidiéndole a su hijo que alquilara un avión y lo hiciera estrellar con ella a bordo. Desde ya, Dmitri no cumplió con ese deseo y Véra, sombra sin cuerpo, murió poco después.