El “pacto bonaerense” en medio de la oscuridad
¿Puede una provincia exprimir al contribuyente y contraer más deuda sin explicar antes el yate de Insaurralde y el irresponsable festival de gasto público?
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Atrapada en un cono de oscuridad y enredada en una trama de sospechas, la Legislatura bonaerense acaba de hacer un escalofriante despliegue de cinismo. Después de haber estado paralizada durante todo el año, sesionó en la agonía de 2023 para aprobar un manotazo al bolsillo de los contribuyentes. Lo hizo a su modo, entre gallos y medianoche, sin aceptar siquiera una votación nominal, y sin hacer la mínima referencia al escándalo que la tiene en la mira por la gigantesca defraudación de los empleados fantasma.
Lo primero que surge es una pregunta ética: ¿puede una legislatura aprobar mayores impuestos sin explicar antes la malversación del dinero que recauda a través de ese aporte ciudadano? La cuestión es más amplia: ¿puede una provincia exprimir más al contribuyente y contraer más deuda sin explicar antes el yate de Insaurralde y el irresponsable festival de gasto público que incluye hasta el regalo de viajes de egresados? En una provincia que cada vez depende más del empleo público, del subsidio, de la prebenda y del favor del Estado, estos interrogantes parecen describir un debate silenciado.
Desde que estalló el “caso Chocolate” el sistema político bonaerense ha procurado una sola cosa: esconder. La Legislatura ni siquiera ha simulado un gesto de preocupación o de incomodidad. No se integró una comisión investigadora, no se hizo una sola declaración institucional, no se depuró nada ni se echó a nadie. La causa judicial parecería avanzar con un ritmo desparejo, pero ¿qué ha hecho el propio Poder Legislativo? ¿Y qué actitud ha tenido el gobernador? Todo conduce a dos palabras: ocultamiento y silencio.
La Legislatura no se siente obligada a explicar, a aclarar, a investigar. Hace alarde de indiferencia y practica el “siga, siga”. Asume, además, una actitud desafiante: “somos así, ¿y qué?”. Pero hablar de “la Legislatura”, como hablar de “la política”, puede ser funcional al statu quo. Son abstracciones que diluyen las responsabilidades individuales. ¿Cuál es el grado de complicidad de la vicegobernadora Verónica Magario como presidenta del Senado? ¿Cuánto ha ayudado el gobernador Kicillof a que las cosas sigan como están? ¿Quién le ha pedido explicaciones a Federico Otermín, que se fue de la presidencia de Diputados sin aclarar el caso Chocolate y asumió como intendente de Lomas con un agradecimiento explícito a su “padrino”, Insaurralde? ¿Qué ha hecho el nuevo presidente de la Cámara, Alejandro Dichiara, para desactivar a otros “chocolates” que siguen de ronda por los cajeros?
La opacidad parece ser el punto ciego no solo de la Legislatura, sino de toda la política bonaerense. ¿Quién podría identificar con facilidad y nitidez a un líder opositor en la provincia? ¿Qué voces han quedado afónicas reclamando una investigación profunda del caso Chocolate? ¿Quién ha denunciado la telaraña de poder que tejió Insaurralde y que se mantiene casi intacta después de sus andanzas por Marbella? Las respuestas remiten a un entramado de connivencia y de silencio que parece definir un gran “pacto bonaerense” alrededor de “las cajas”. El manejo turbio y discrecional se ha naturalizado. La corrupción asociada al Estado, al negocio del juego y a “las saladas” se ha convertido en el lubricante indispensable del sistema político que gobierna la provincia.
El caso de Chocolate Rigau mostró solo la punta del iceberg. Y su rendición de cuentas a un concejal del massismo reveló, apenas, un mínimo tramo de una cadena de corrupción que llega hasta las cimas del poder bonaerense. ¿Kicillof y Magario no lo sabían? ¿Todavía no se enteraron? ¿Qué hicieron para cortar esa cadena? ¿Qué pruebas aportaron a la Justicia, qué investigaciones promovieron, qué explicaciones pidieron? El silencio es ensordecedor. El kirchnerismo parece haber leído el resultado de la elección bonaerense como un aval a prácticas inconfesables y a un sistema cada vez más vidrioso.
La Legislatura bonaerense se ha convertido en el símbolo de la degradación institucional. La sesión del jueves pasado fue, en ese sentido, una especie de espectáculo obsceno. No solo se hizo un silencio cómplice sobre el caso Chocolate, sin una sola voz que se levantara para exigir claridad, sino que hubo una componenda para ocultar quiénes votaban a favor del impuestazo. El sufragio fue “a mano alzada” para que todo se hiciera difuso en ese aire enviciado. Los apoyos opositores se inscriben en un entramado de acuerdos que se teje en los subsuelos de la política bonaerense. Una Legislatura que oculta hasta el voto de sus integrantes ¿cómo podría ofrecer transparencia sobre sus manejos presupuestarios, sus nóminas de personal, sus “cajas” de módulos y subsidios? Han transgredido tantas barreras, que ya sienten que ni siquiera tienen que cuidar las apariencias. ¿Qué le hace una mancha más al tigre? Tal vez suene provocador, pero no sería exagerado decir que el Poder Legislativo de la principal provincia argentina ha decidido pasar a la clandestinidad, o por lo menos a una especie de zona oscura y marginal en la que no se rinden cuentas ni se dan explicaciones. Tampoco se trabaja.
Kicillof critica con una mano el decretazo de Milei mientras firma con la otra medidas que saltean el acuerdo del Senado. Cualquier delirio aventurero de gobernar sin Parlamento bien podría inspirarse en el modelo bonaerense. En los últimos cuatro años las cámaras de la provincia han estado prácticamente cerradas, con sesiones espasmódicas y excepcionales, sin debates relevantes, sin propuestas, sin ejercicio del contralor institucional. Antes de la sesión del impuestazo solo se recuerda otra, en la que también funcionaron los acuerdos subterráneos: fue para derogar la ley que limitaba las reelecciones de los intendentes. Otro retroceso en la calidad institucional.
En una provincia donde la oposición sufre de afonía, y donde las instituciones intermedias, las cámaras empresarias y las asociaciones profesionales también dependen en exceso de los favores y recursos del Estado, los elefantes de la corrupción se pasean con comodidad. Todos hacen de cuenta que no los ven. Kicillof puede gobernar por decreto, pero nadie se escandaliza. Lo hizo, sin ir más lejos, esta semana: designó a sola firma a toda la cúpula del Banco Provincia, otra caja gigantesca con la que se financia un gasto descontrolado a través de las cuentas DNI. Esas designaciones deberían contar con acuerdo del Senado, pero Magario tal vez haya tomado vacaciones. ¿Y la oposición? Tiene asegurados sus despachos en el directorio del Banco, también nombrados por decreto. ¿Hay una conexión entre el reparto de cargos en el Bapro y el acuerdo en la Legislatura para aumentar los impuestos? Otro misterio del “pacto bonaerense”.
Antes de seguir con el festival de “regalos” ficticios a los ciudadanos (a los que en verdad se toma como “clientes”), con el endeudamiento crónico y con la avalancha de nombramientos en el Estado, ¿no debería encararse un debate en serio sobre la viabilidad financiera de la provincia y sobre la transparencia del gasto? Otra vez: la provincia no debate. Ni siquiera hubo una sola reacción después de que la “comisaria política” de Kicillof, a cargo del área de cultura, cancelara a un músico en el Teatro Argentino por sus opiniones políticas. ¿Y la Comisión de Cultura de la Legislatura? No se tienen noticias sobre su funcionamiento. Así es “la república” bonaerense, donde la retórica progre encubre una fenomenal anemia de todo el andamiaje institucional.
En este paisaje tenebroso, no se necesita una motosierra sino una linterna: ¿la Justicia encenderá las luces? Un sector del Poder Judicial de la provincia ha sido parte del problema. Los exjueces Melazo y Ordoqui no fueron ovejas descarriadas, sino exponentes de una Justicia carcomida por la corrupción durante décadas. En la vorágine de la política todo queda sepultado, pero no debería olvidarse que los principales defensores que tuvo Chocolate Rigau fueron dos camaristas (Juan Alberto Benavídez y Alejandro Villordo), que intentaron cerrar la causa antes de que tomara vuelo. A propósito: ¿por qué no avanzó el pedido de jury del procurador contra esos dos magistrados? La respuesta tal vez remita, una vez más, al gran “pacto bonaerense”.
Hay dos expedientes sobre los que deberían mantenerse todos los reflectores encendidos: el de Rigau y los Albini, por un lado, y el de Insaurralde, por otro. Tal vez jueces y fiscales deberían, en ambos casos, contar con refuerzos presupuestarios y de recursos humanos. Sería, de parte de la Suprema Corte, al menos una señal.
El impuestazo que acaba de aprobar la Legislatura parece más destinado a cuidar la caja de Chocolate que a investigarla y desmantelarla. Hay una esperanza en jueces y fiscales que trabajan en soledad y en silencio. ¿Pocos? Puede ser. Serán más, seguramente, si la propia ciudadanía exige encender las luces en una provincia teñida de oscuridad.