El otro virus
"¿Por qué las sesiones comienzan tan tarde?", pregunté con la todavía inocencia de la diputada que estrenaba su banca y mal entendía que el horario de las sesiones fuera tan diferente a la normalidad de los horarios laborales. Alguien, que hoy no se animaría a decir en voz alta lo que entonces sobrevivía como broma machista, me respondió: "es para que los diputados puedan hacer sus travesuras y sus mujeres crean que están en la Cámara". Sin embargo, la otra explicación, no menos cínica, era más verosímil: "Es para eludir a Norma Plá", la líder de los jubilados que hacía coincidir su protesta al frente del Congreso con el día de las sesiones. Una mujer que había trabajado desde adolescente, llegó a la vejez sin tener nunca una jubilación. Es menos incómodo recordarla por la anécdota de la jubilada que hizo llorar al ministro de Economía Cavallo, o la mujer de la que se burlaban los polémicos muchachos del bar por su peluca de mujer pobre, sin saber que padecía un cáncer, y también le arrebataron los policías cuando en La Rural quiso llevar su protesta ante el presidente de la Nación, Carlos Menem.
Corrían los años 90 y la rentabilidad comenzaba a aparecer junto a lo que siempre habÍa sido público, la educación, la salud. La causa de los jubilados hizo nacer a dos defensoras televisivas, María América González y Mirta Tundis. Ambas, con el prestigio ganado por esa defensa, ocuparon, también, una banca en la Cámara de Diputados.
Han pasado treinta años, ni Norma Plá ni muchos de aquellos hombres y mujeres que protestaban todos los miércoles están con vida. Pero los jubilados siguen en la calle. Ya no para protestar, sino para poder cobrar sus miserables pensiones. La necesidad le ganó al miedo por el coronavirus o sencillamente al salir masivamente a la calle demuestran la desconfianza a los gobernantes que hoy más que nunca necesitan de autoridad moral para que los ciudadanos sean disciplinados socialmente.
La pandemia del virus coronado es global y aún cuando se levanten fronteras para las personas, el confinamiento es planetario, se comparten las cifras y las incertidumbres, se intercambian saberes y mascarillas. Vale también importar las ideas que dominan el debate europeo: la demostración que los problemas sanitarios se gestionan con más eficacia en una democracia que con un gobierno autoritario como China.
Acatar las restricciones a las libertades de movimiento por causa del coronavirus no ha significado en ningún país democrático la cancelación de la prensa, y los periodistas están incluidos entre las actividades esenciales. En Madrid, el Comité de Crisis ofrece conferencias de prensa diarias y los periodistas demandan preguntas telemáticas en el momento en lugar de anticiparlas por escrito. Pero lo más paradójico es que en España, para enfrentar la crisis económica que dejará la pandemia, buscan reeditar acuerdos políticos como los exitosos Pactos de la Moncloa, en la Argentina apareció de manera descarnada el país de los intereses, el de las corporaciones, sean los sindicatos o los empresarios, que negocia directamente con el Presidente, en claro desprecio al Congreso, donde está representada la pluralidad política.
Es comprensible que los sectores medios estén furiosos con los gastos de la política, pero se equivocan al no exigir la rehabilitación del Congreso, la casa política de la democracia, donde se construyen los consensos y el ejecutivo da cuenta de sus decisiones. Los argentinos hemos pagado caro el desprecio al Congreso, la delegación de facultades en nombre de las emergencias económicas y la cancelación del control parlamentario. Por hablar solo de intereses y beneficios fuimos distorsionando el funcionamiento de las instituciones de la República.
La crisis del 2001, y el grito del "que se vayan todos", se llevó efectivamente algunos privilegios, como las jubilaciones de los legisladores, pero a juzgar por nuestra decadencia, la política no se rehabilitó, ni en su prestigio ni en su competencia, herida de muerte por la obsesión electoral, el marketing político, el trueque de votos por favores y la ideologización de los principios humanitarios. Sin que la idoneidad sea el requisito indispensable para ocupar funciones relevantes como es manejar el dinero de los jubilados. Funcionarios que ocupan cargos más por obediencia ideológica que por competencia profesional, manifiestan un amor abstracto a los pobres y a la humanidad pero carecen de la única compasión posible, la que solo podemos sentir frente al sufrimiento de una persona concreta y se expresa en la responsabilidad.
El autoritarismo envenenó la política con decisiones inconsultas, descalificaciones personales, insultos y odio, sin que se haya aplicado la única vacuna probada para resolver los conflictos sin imposición: la división de poderes y el diálogo democrático.