El otoño de los Kirchner
Es indispensable reponer la escala humana en nuestra política, volver a dotarla de la modestia de los valores democráticos; la verdad se construye en el diálogo público
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Polícrates era un tirano de la isla de Samos, en el este del mar Egeo. De allí era también Pitágoras, que fue empujado al exilio. La vida le sonreía al tirano: tenía poder y fortuna ilimitados. Cada acción que emprendía era exitosa. Por eso mismo el rey de Egipto, que era su amigo, se inquietó. ¿No desafía a los dioses esa abundancia, ese sobrepeso? ¿No produce un desequilibrio en la cocina cósmica una felicidad tan absoluta? ¿No sería acaso más lógica una vida donde se fueran alternando triunfos y fracasos? Polícrates, convencido de que su felicidad producía una desarmonía en la economía de la creación, temeroso de que los dioses se tomaran revancha con alguna desgracia inesperada, entendió que debía sacrificar algo valioso. Para evitar una amputación compensatoria que no pudiera controlar, decidió renunciar al objeto que más quería: su anillo. Lo arrojó al mar. Dejando de lado la connotación religiosa de la anécdota, el sacrificio expiatorio, resulta particularmente rica la idea de límite que anida en ese despojamiento simbólico.
En las últimas semanas convergieron dos hechos que solo se explican bajo la lógica de la desmesura. El primero: el periodista Alejandro Bercovich, en una entrevista más que amistosa a Máximo Kirchner, luego de infinitos circunloquios y disculpas, le preguntó qué necesidad tenía de tener tantas propiedades. El entrevistado, incómodo y perplejo, contestó que no entendía bien la pregunta. Éxtasis. El segundo hecho es más contundente: en un acto oficial en Mataderos Emilio Pérsico, que es funcionario público, sostuvo en presencia del propio Máximo –que esbozó una mueca cómplice– que “la democracia de la alternancia no camina”. Propuso en cambio un sistema unipartidista de al menos veinte años de peronismo. Sin ruborizarse quieren implantar un cesarismo plebiscitario. De ahí a sostener directamente que la democracia “no camina” media un paso.
No es raro que Máximo Kirchner no entendiera la pregunta de Bercovich y que sonriera aprobatoriamente ante la descabellada propuesta de Pérsico. Es lo que hizo su familia en Santa Cruz: una seguidilla de gobernaciones directas de su padre, continuada con mandatos vicarios de testaferros a los que intercambiaban como si fueran objetos descartables. Es lo que los llevó en 2006 a soñar con una reforma constitucional que implantara la reelección indefinida, épocas en que fueron frenados por la potencia simbólica del triunfo que obtuvo en Misiones el cura jesuita Joaquín Piña. No es distinto del hojaldre matrimonial intercalando sucesivas capas geológicas de pingüino y pingüina que Néstor Kirchner quiso urdir a partir de 2007, siendo interceptado por la biología. Si la vida entera de una familia se organiza sobre la base recíproca de poder y negocios, tal como lo confesaron alguna vez, ni los límites normativos ni la vejez pueden impedir que la saga continúe. El poder pasa a ser una prótesis con la cual tienen dependencia física. Son existencias que, sin los oropeles de aviones oficiales, choferes, palacios presidenciales, gastos reservados y reverencias, se desvanecen en una brusca intemperie, vacías, huérfanas de teleología. Siempre me llamó la atención que en 2003, cuando llegaron al poder nacional, Néstor y Cristina Kirchner no habían viajado nunca a Europa a pesar de ser millonarios. Siempre me llamó la atención que la única diversión de Néstor fuera ver los partidos de Racing con el hijo. Siempre me llamó la atención que Cristina, como lo demuestran sus citas aproximadas, fuera una buena lectora pero de solapas, como si leer el libro completo la aburriera. Fuera del poder y los negocios (en el caso de Cristina hay que añadir la vestimenta lujosa) nada parece despertar su interés. Llevan una vida castrada. En gran medida esto explica por qué Cristina engendró este monstruo que hoy nos gobierna, ensamblando muñones y retazos que estaban destinados a repelerse más que a encastrarse. Buscaba cobertura política para sus causas judiciales, esa es la explicación obvia, pero hay tal vez un motivo más profundo, de raíz existencial: es lícito conjeturar que en el llano no sabía qué hacer con su vida.
Basta acudir a la novelística latinoamericana, siempre reveladora, para encontrar una arqueología de personajes opacos que, por eso mismo, eligen como destino la desmesura. Ahí está Yo el supremo, de Augusto Roa Bastos, con la historia del dictador José Gaspar Rodríguez de Francia, en Paraguay; ahí está El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez, ambientado en un lugar impreciso del Caribe; ahí está La fiesta del chivo, de Mario Vargas Llosa, con el déspota Rafael Trujillo en República Dominicana. No debe de ser pura casualidad que Paraguay y República Dominicana hayan sido parte del exilio de Perón después de 1955.
En todos estos patriarcas ancianos es tal la absolutización del poder que puede haber un desquicio de fábula sin que se inquieten. No se imaginan fuera del sitio presidencial, su vejez los sorprende siempre aferrados al mando, no importa cuán patéticos o decrépitos hayan devenido. Son figuras mitológicas que están fuera del tiempo. Son incapaces de disfrutar tranquilamente de los nietos, de dar conferencias por el mundo, de apreciar el arte, o simplemente de descansar o leer un buen libro, como hacen Bill Clinton, Barack Obama o Julio María Sanguinetti. Llegan al extremo, como en el caso de Trujillo, de humillar a sus ministros y colaboradores obligándolos a entregarles a sus hijas para servicios sexuales para los que ya ni siquiera están aptos. El patriarca no se injerta en el devenir ni en la legislación sino que constituye un bucle, como un agujero negro que se traga todo el pasado, todo el futuro y toda la ley. Hay una proyección abusiva del presente y un desmantelamiento de la dimensión histórica, lo que explica la falta de cronología en El otoño del patriarca. En casi todas estas novelas los dictadores no legislan sino que dan órdenes, oralidad que produce el doble efecto de pensarlos como analfabetos, pero también como anclados en la atemporalidad de un cuerpo y una voz inmortales. Pueden morir de viejos, o enfermos, como Fidel Castro o Hugo Chávez, huir como Stroessner o Perón, o ser ultimados; pero nunca ceden pacíficamente el poder: en esa lógica se inscribe la negativa –solo pueril en apariencia– de Cristina Kirchner a entregar los atributos emblemáticos del mando.
Los gobernantes latinoamericanos con tal de aferrarse a los cargos no vacilan en apelar a proscripciones, encarcelamientos, clientelismos impúdicos o directamente al fraude, como hacen Daniel Ortega en Nicaragua y Nicolás Maduro en Venezuela. La misma tradición anida, aunque en dimensión barrial, entre nuestros gobernadores insaciables, de Gildo Insfrán a los hermanos Rodríguez Saá. Tienen una total incapacidad para entender el sacrificio de Polícrates. Nuestros caudillos son intrínsecamente inhumanos y despóticos, se parecen a aquel emperador chino Qin Shihuang que quiso seguir gobernando póstumamente y se hizo construir en Xian un ejército de soldados, armas y caballos de terracota para que rodearan su mausoleo, como si con ese sortilegio desesperado pudiera seguir detentando poder después de muerto. Es indispensable reponer la escala humana en nuestra política: volver a dotarla de la anodina modestia de los valores democráticos. La verdad se construye en el diálogo público, jamás la monopoliza un líder o un partido: ser gobernante no debería ser otra cosa que un hiato entre dos trozos de vida común.